Page 123 - El nuevo zar
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comercialmente viables, con la ayuda del comité de Putin para asuntos
económicos exteriores. Yakunin y Kovalchuk se hicieron accionistas de una
entidad financiera, Bank Rosiya, que había sido creada en 1990 para gestionar
las cuentas del Partido Comunista y, como se rumoreaba ampliamente, del
KGB. El banco se había convertido en una fachada para cuando Kovalchuk y
sus colegas asumieron el control, y solo sobrevivió porque Putin encaminó las
cuentas del Gobierno allí. Otro de los accionistas y ejecutivos de Bank
Rosiya, Víktor Miachin, también se unió a la comunidad de dachas, al igual
que Nikolái Shamalov, que había sido uno de los delegados de Putin en el
comité para asuntos económicos exteriores hasta que se convirtió en
representante en el noreste ruso de la fábrica alemana Siemens. Putin era el
único funcionario estatal entre estos nuevos empresarios, y nunca estuvo
exactamente claro cómo su magro salario cubría sus gastos, aunque más
adelante emergerían pruebas de que el dinero provenía del Twentieth Trust,
una organización que el comité de Putin había registrado en 1992.[38] Las
actividades de la compañía, incluidos numerosos contratos de la ciudad que
llevaban la firma de Putin, eran parte de lo que había atraído la atención de
los investigadores enviados desde Moscú para indagar acerca de la
administración de Sobchak.
La casa de Putin en esa comunidad estaba hecha de ladrillo rojo y
revestida de madera en el interior. Tenía dos plantas y una amplia vista del
lago. Su tamaño, de solo 150 metros cuadrados en total, era relativamente
modesto, pero estaba ubicada en la costa del lago, rodeada de bosques; un
lugar donde podía dedicarse a contemplar su repentino e incierto futuro. Si
Sobchak hubiese ganado las elecciones, Putin sin duda se habría quedado a su
lado y no habría forjado lazos con ningún otro político. Consideró convertirse
en abogado. También habló con un antiguo compañero de judo, Vasili
Shestakov, sobre la posibilidad de trabajar como entrenador en su club.
Shestakov le dijo que eso no estaba a su altura ahora, pero que, si no se
materializaba ninguna otra cosa, podía ir.[39] Fue una dura caída.
Reflexionaba y se negaba a discutir su futuro incierto con Liudmila. Cada vez
que se hundía en un pozo anímico, ella sabía que lo mejor era dejarlo solo. Su
marido era de esos a los que «no les gusta perder» y la campaña le dejó un
sabor amargo sobre el riesgo inherente de una verdadera democracia. «Es
cierto que nunca habló de eso ni soltó prenda —dijo Liudmila—, pero yo lo
entendía todo, lo sentía, lo veía.»[40]