Page 172 - El nuevo zar
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subrayaba  la  medida  en  que  el  final  de  la  presidencia  de  Yeltsin  se  había
               convertido en una obsesión predominante para la élite política de Rusia. El
               país,  tras  siglos  de  regímenes  zaristas  y  luego  comunista,  nunca  había
               traspasado el poder de un líder a otro. La personificación del poder estaba tan

               arraigada en la cultura rusa que hacerlo parecía inconcebible. Incluso en esta
               última etapa, Yeltsin jugaba con la idea de presentarse para una reelección.

               Aunque ya había sido electo dos veces, la nueva Constitución del país, que
               limitaba al presidente a dos mandatos consecutivos, no había entrado en vigor
               hasta 1993. Podía alegar que legalmente su reelección en 1996 dio inicio a su
               primer mandato y le permitía presentarse otra vez en 2000, pero todo eso era

               rocambolesco.  Ya  tenía  sesenta  y  ocho  años,  estaba  débil  y  políticamente
               deteriorado. Y, sin embargo, todavía no se había resignado a dejar el Kremlin,

               aunque  sabía  que  era  inevitable.  Pensaba  mucho  en  cómo  asegurar  un
               traspaso  que  pudiese  preservar  la  transición  política  desde  el  régimen
               soviético y, al mismo tiempo, protegerse a sí mismo de las purgas vengativas

               que habían seguido a la partida de todos los líderes desde los Romanov. El
               retiro nunca había sido amable para los líderes del país.

                    En  medio  del  conflicto  de  Kosovo,  Yeltsin  había  actuado  con  decisión
               para dejar hecho el trabajo de base para su vida tras la presidencia. En mayo,

               echó a su cuarto primer ministro. Primakov había demostrado ser una fuerza
               estabilizadora durante sus ocho meses en funciones; había calmado el pánico

               de la cesación de pagos de agosto de 1998 y había sorteado el proceso judicial
               para la destitución parlamentaria. No había sido más que honesto y digno y
               leal,  admitía  Yeltsin.  Su  mayor  fracaso  como  primer  ministro  había  sido
               volverse  más  popular  que  Yeltsin.  Ahora,  un  año  antes  de  las  elecciones

               presidenciales de 2000, Primakov y el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, eran
               presumiblemente  los  favoritos  para  encargarse  del  país,  y  eso  era  algo  que

               Yeltsin  no  podía  aceptar.  Lo  preocupaban  las  declaraciones  de  Primakov
               acerca de liberar espacio en las prisiones para quienes cometieran «crímenes
               financieros» y el hecho de que la Duma había redactado cinco artículos para

               su juicio político y programado un debate para mayo. Si se aprobaba un solo
               artículo, Yeltsin perdería su autoridad para disolver el Parlamento durante el
               tiempo en que se desarrollaran el proceso judicial para su destitución. Incluso

               si  lograba  aplazar  o  ganar  el  juicio,  perdería  el  beneficio  que  le  había
               permitido  imponer  a  Kiriyenko  como  primer  ministro  el  año  anterior.
               Primakov  podía  permanecer  como  primer  ministro  y  continuar  amasando
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