Page 180 - El nuevo zar
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para sí mismo, como entendía cualquiera que lo conociera bien.
Ya había sido un verano difícil para Putin. La salud de su padre se había
deteriorado mucho y, a pesar de sus responsabilidades siempre crecientes en
el FSB y el Consejo de Seguridad, Putin viajaba a San Petersburgo por lo
menos una vez a la semana para verlo. Su madre, María, había muerto el año
anterior. Ambos habían vivido lo suficiente para verlo ascender por entre las
filas de los gobiernos municipal y federal que surgieron de las ruinas de la
Unión Soviética. La relación de Putin con su padre nunca había sido estrecha,
pero el orgullo del anciano y taciturno veterano se podía palpar. En su lecho
de muerte, exclamó: «¡Mi hijo es como un zar!».[38] Falleció el 2 de agosto,
y Putin acababa de regresar del funeral en San Petersburgo cuando Yeltsin le
ofreció el puesto de primer ministro.
Putin sabía, a pesar de lo que diría Yeltsin después, que el presidente
podía descartarlo tan pronto como había descartado a Stepashin, Primakov y
Kiriyenko. Calculaba que tenía dos, tres, quizás cuatro meses antes de que él
también fuera despedido. Ahora, a la edad de cuarenta y seis, sentía que le
habían asignado su «misión histórica» y un corto tiempo para completarla. La
violencia en la frontera de Chechenia con Daguestán parecía una continuación
de la disolución que había comenzado en 1991, cuando colapsó la Unión
Soviética. La guerra en Chechenia había sido una humillación. Los líderes de
Rusia habían reaccionado tímidamente a lo que era una amenaza existencial
para la nación. Sentía que el país estaba desmembrándose como antes lo
habían hecho Yugoslavia y Alemania Oriental. «Si no ponemos fin a esto de
inmediato, Rusia dejará de existir», recordó que había pensado. La guerra en
Chechenia había sido profundamente impopular y había arruinado la
reputación de Yeltsin y motivado una votación para su destitución. Sabía que
un nuevo conflicto también sería arriesgado. «Sabía que solo podía hacer esto
a costa de mi carrera política —dijo—. Era un coste mínimo que estaba
dispuesto a pagar.» Recordó cuando era un niño pequeño en el patio y los
bravucones aseguraban que «iba a hacerse patear el trasero». No esta vez. En
el Cáucaso, iba a «reventar a esos bandidos».[39]