Page 183 - El nuevo zar
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república seguía siendo mucho más leal al Estado ruso que a los chechenos.
               [4] La policía local y las fuerzas paramilitares se habían unido a las tropas
               federales para resistir a los invasores, y para el 26 de agosto habían izado la
               bandera tricolor de Rusia en los pueblos que habían sido ocupados y luego

               destruidos en dos semanas de ataques aéreos. Al día siguiente, Putin voló a
               Daguestán,  acompañado  por  periodistas  de  periódicos  y  televisión  que  no

               fueron informados de su destino hasta que aterrizaron en la capital regional,
               Majachkalá. Con mucha custodia y total secreto, el séquito abordó entonces
               un helicóptero y voló a Botlij, un pueblo montañés en el centro de la invasión,
               a  solo  8  kilómetros  de  la  frontera  chechena.  Putin,  vestido  con  pantalones

               informales  y  una  chaqueta,  habló  a  un  grupo  de  combatientes  rusos  y
               daguestaníes  y  repartió  cincuenta  medallas.  Anunció  que  tres  medallas  de

               Héroe de Rusia, el honor militar más alto de la nación, serían adjudicadas más
               tarde  en  ceremonias  en  el  Kremlin.  Una  cuarta  sería  concedida
               póstumamente.  Según  el  cálculo  oficial,  cerca  de  sesenta  soldados  habían

               muerto durante el combate —nadie anunció las bajas de rebeldes o civiles—,
               pero Putin estaba allí para proclamar que la causa era justa y las pérdidas,
               valiosas.  Comenzó  a  ofrecer  un  brindis  por  los  muertos,  pero  se  detuvo  a

               mitad de la frase.

                    «Aguarden un segundo, por favor —dijo—. Me gustaría beber a la salud
               de los heridos y desear felicidad a todos los presentes, pero tenemos muchos

               problemas y grandes tareas por delante. Ustedes lo saben muy bien. Conocen
               los  planes  del  enemigo.  Nosotros,  también.  Sabemos  de  los  actos  de
               provocación  que  podemos  esperar  en  el  futuro  cercano.  Sabemos  en  qué
               zonas podemos esperarlos, y así con todo. No tenemos derecho a permitirnos

               siquiera un segundo de debilidad. Ni un solo segundo. Porque, si bajamos la
               guardia, entonces parecerá que los muertos murieron en vano. Por lo tanto,

               sugiero que hoy devolvamos las copas a la mesa. Definitivamente vamos a
               beber por todos ellos, pero después.»[5]

                    La visita fugaz de Putin era teatro político de un político novato, pero el

               contraste  con  Yeltsin  era  profundo:  juventud  y  vigor  frente  a  edad  y
               fragilidad. Una nación abatida y dividida ahora podía disfrutar una victoria
               militar, presidida por un primer ministro que la mayoría consideraba un poco
               falto  de  color,  si  es  que  sabía  siquiera  algo  de  él.  Y,  sin  embargo,  las

               declaraciones  de  Putin  también  contenían  semillas  de  cautela  —y,  para
               algunos, prevención— respecto de que el conflicto no había terminado con el
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