Page 192 - El nuevo zar
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era construir un muro de Berlín a lo largo de la frontera con Chechenia, no
               reconquistar  el  territorio.  Varios  de  los  partidarios  liberales  de  Yeltsin
               plantearon  dudas  públicamente  acerca  de  la  eficacia  y  moralidad  de  una
               campaña  militar  que  estaba  matando  civiles  que  eran,  por  ahora  al  menos,

               ciudadanos de Rusia. Para fines de septiembre, más de cien mil chechenos —
               la mayoría, personas mayores, mujeres y niños— habían escapado a la vecina

               Ingusetia buscando seguridad, lo cual creó una crisis de refugiados que Rusia
               estaba mal preparada para gestionar.

                    El país se encontraba nuevamente plagado de rumores de que Yeltsin iba a
               dimitir y a despedir a Putin y a su nuevo gabinete, y de que las elecciones

               parlamentarias programadas para diciembre iban a suspenderse. Putin debió
               desmentirlos todos. Entre la élite política de Rusia, se daba por sentado que
               Putin  cometía  un  suicidio  político  al  lanzar  una  nueva  guerra  terrestre  en

               Chechenia. «Putin se comportaba como un kamikaze político, tirando en la
               guerra todas sus reservas de capital político y dejando que se consumieran

               hasta  las  cenizas»,  escribió  Boris  Yeltsin,  el  hombre  que  nunca  pudo
               convencerse de poner todo el poderío de las fuerzas armadas rusas al servicio
               de  la  primera  guerra.[25]  Putin  actuaba  como  si  fuera  indiferente  a  las
               políticas  bélicas,  quizás  porque  no  había  tenido  experiencia  con  la  primera

               guerra en Chechenia, o quizás porque simplemente no dudaba de su «misión
               histórica».  No  estaba  respondiendo  a  la  opinión  popular  o  al  oportunismo

               político; como observó Yeltsin, «no esperaba que su carrera durara más allá
               de  los  sucesos  en  Chechenia».  Sus  acciones  tenían  un  desafiante  corte
               apolítico, incluso profundamente personal, como si la incursión en Daguestán
               fuera una afrenta que debiera vengar.


                    Sin embargo, para la sorpresa de Yeltsin y muchos otros, el liderazgo de la
               guerra  a  manos  de  Putin  resultó  inmensamente  popular.  La  primera guerra
               había sido impopular, pero, dada la reacción del público a la segunda, eso fue

               así porque la prosecución de la primera había sido tímida; porque el ejército
               ruso, lo que quedaba del gran Ejército Rojo, había estado mal preparado y mal

               equipado;  porque  los  rusos  habían  perdido  contra  un  puñado  de  chechenos
               anárquicos  de  las  montañas.  Esta  guerra,  con  este  primer  ministro,  parecía
               diferente. La élite política, con los ojos puestos en las siguientes elecciones,
               temía  las  consecuencias  de  una  guerra,  pero  ahora  parecía  que  los  rusos

               querían, como dijo Putin, «reventar a esos bandidos».
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