Page 219 - El nuevo zar
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El 7 de mayo, mil quinientas personas presenciaron el juramento de un
               nuevo presidente en medio del esplendor dorado y neoimperial que el primer
               jefe  de  Putin  en  Moscú,  Pável  Borodín,  había  restaurado  en  la  década  de
               1990,  lo  que  conllevó  que  Yeltsin  y  su  séquito  se  vieran  envueltos  en  un

               escándalo.  Borodín  mal  podía  haber  imaginado  que  el  subalterno  adusto  y
               suspicaz  enviado  a  su  oficina  menos  de  cuatro  años  antes  sería  un  día  el

               hombre  con  la  mano  sobre  la  nueva  Constitución  en  ese  salón.  A  cada
               momento,  el  contraste  entre  Yeltsin  y  Putin  se  marcaba  a  fuego  en  la
               conciencia  de  los  millones  que  observaban,  bien  en  el  salón,  bien  en  la
               televisión estatal. Putin seguía siendo un político novato; parecía un actor en

               su  debut  en  las  tablas.  Llegó  a  la  entrada  lateral  del  Gran  Palacio  en  un
               Mercedes  azul  noche,  salió  solo,  saludó  a  una  guardia  ceremonial  en  la

               entrada  y  luego  subió  los  cincuenta  y  siete  peldaños  de  la  escalera
               monumental del palacio. Se movía de forma deliberada, pero sin prisa, a lo
               largo de una alfombra roja a través de los salones magníficos del palacio. Las

               cámaras lo seguían con un barrido en una puesta en escena elaborada y llena
               de invitados que aplaudían detrás de cuerdas rojas, como habían hecho los
               soldados. Putin parecía diminuto entre los salones enormes. Vestía un traje

               oscuro y una corbata gris. Su brazo izquierdo se balanceaba firme, pero el
               derecho  —posiblemente  debido  a  la  fractura  que  había  sufrido  durante  la
               pelea  en  1984  que  empañó  su  carrera  en  el  KGB—  le  colgaba  al  lado  del

               cuerpo. Le daba a su paso un pavoneo distintivo mientras recorría cientos de
               metros, algo que Yeltsin en sus días más robustos no se hubiera atrevido a
               intentar bajo el escrutinio de cámaras de televisión retransmitiendo en directo.

                    Los  invitados  oficiales  incluían  a  miembros  del  Parlamento,

               gobernadores, jueces destacados y el clero de las cuatro religiones oficiales de
               Rusia: cristianismo ortodoxo, islam, budismo y judaísmo. Mijaíl Gorbachov, a

               quien Yeltsin le había hecho visiblemente un desaire para su ceremonia de
               investidura en 1996, asistió como una aparición de otra era. Así también lo
               hizo Vladímir Kriuchkov, el director del KGB, que había liderado el golpe de

               Estado  fallido  para  derribar  a  Gorbachov.  El  simbolismo  de  su  asistencia
               conjunta señalaba el deseo de Putin de proyectar unidad después del tumulto
               de la década anterior. Yeltsin, con aspecto pálido e hinchado, apareció con él

               en el estrado para presenciar el juramento, que fue efectuado exactamente al
               mediodía. Durante la corta alocución del anciano, las luces de su teleprónter
               parpadearon, lo cual lo obligó a hacer una pausa bastante larga que llevó al
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