Page 254 - El nuevo zar
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salían, o las llamadas y después el vídeo con las exigencias de los terroristas.
Yavlinski se conmocionó al ver lo «muy muy jóvenes» que eran los
combatientes; serían solo niños cuando cayó la Unión Soviética y Chechenia
declaró la independencia en 1991.[42] Dudaba de que alguna vez hubiesen
ido a la escuela. Todo lo que sabían lo habían aprendido en los campos de
batalla del Cáucaso. Apenas podían articular sus demandas, menos podían
negociar. Cuando exigieron un fin de la guerra, Yavlinski preguntó: «¿Qué
significa eso?». Se marchó frustrado, pero con la esperanza de que pasos
progresivos, incluida la liberación de más rehenes, pudiesen al menos
minimizar la cantidad de víctimas. Yavlinski regresó a la oficina de Putin en
el Kremlin y participó en una serie de reuniones con él sobre el progreso de la
negociación. Y, sin embargo, le resultó evidente que Putin también presidía
una serie aparte de reuniones, con Pátrushev y otros funcionarios de
seguridad, donde personas como él no estaban invitadas a asistir.
Al segundo día de la toma, las condiciones en la sala se volvieron
difíciles, con rehenes que sucumbían frente el hambre, la deshidratación, el
agotamiento y el miedo. Los terroristas dispararon a varias personas, incluida
una mujer que inexplicablemente entró corriendo en el edificio y a un
comando del FSB que se había aproximado desde el patio externo. Aun así,
los intermediarios continuaron entrando en el teatro, entre ellos Ana
Politkóvskaia, una periodista cuyos informes mordaces desde Chechenia
habían desafiado y enfurecido a las fuerzas militares y al Kremlin. Ella y un
médico prominente, Leonid Roshal, lograron persuadir a un combatiente que
se hacía llamar Abu Bakar de que le permitiera a ella volver con cajas con
zumo para los rehenes. Politkóvskaia, nacida en Nueva York de padres
diplomáticos asignados a las Naciones Unidas, fue una de las más valientes
periodistas rusas que cubrieron el enfrentamiento, y para entonces se había
vuelto una crítica elocuente, apasionada, de la guerra. Sus informes
empatizaban con todos los que sufrían —los reclutas rusos, los rebeldes y los
civiles atrapados entre ambas partes— pero odiaba a los comandantes
inhumanos e ineptos de las fuerzas militares y, más que a nadie, al
comandante en jefe, que, en su mente, había orquestado toda la catástrofe en
el Cáucaso. Su encuentro con Abu Bakar hizo que las piernas se le «volvieran
de gelatina», pero lo convenció de que la dejara ver a dos rehenes. Uno, una
periodista llamada Ana Adriánova, habló de desesperación. «Somos un
segundo Kursk», dijo.[43]