Page 502 - El nuevo zar
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PUTINGRADO
En febrero de 2013, Putin condujo un gran séquito de funcionarios rusos y
miembros del Comité Olímpico Internacional a Sochi para pasar dos días de
reuniones exactamente un año antes de la ceremonia de apertura planificada.
No parecía complacido.
Cinco años de obras habían transformado el soñoliento paraje costero:
para los asistentes de Putin, el cambio era positivo; para los detractores,
ruinoso. El sitio circular para el principal estadio olímpico en el valle
Imerétinskaia había sido equipado con cañerías y escaleras y despejado de
cientos de viviendas modestas y dachas apretadas entre estuarios que habían
sido el lugar de anidación de aves migratorias. Los estadios se elevaban en las
planicies como objetos extraños: resplandecientes y modernos en
comparación con los restos neoclásicos del glorioso pasado soviético de
Sochi. Sin embargo, el valle seguía siendo un paisaje aterrorizador, fangoso,
salpicado con escombros de obra, tachonado con grúas de construcción que
daban vueltas día y noche. La obra era igualmente intensa en las montañas de
Krásnaia Poliana, donde el río Mzimta corría turbio más allá de la vía férrea y
la autopista, aún incompletas. La magnitud de la obra en las montañas y a lo
largo de la angosta línea costera de Sochi era impactante: más de 300
kilómetros de carreteras nuevas; docenas de túneles y puentes; ocho nuevas
estaciones de ferrocarril y treinta y una paradas más pequeñas; la nueva
central eléctrica que Gazprom había construido y una red de subcentrales más
pequeñas; un nuevo aeropuerto y un nuevo puerto marítimo, construido por
Oleg Deripaska, el magnate al que Putin había increpado en Pikaliovo en