Page 53 - El nuevo zar
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cocina de los grandes de la Revolución de Octubre, el Pequeño Volodia no
tenía parientes «encumbrados» que pudiesen haber promovido su carrera. Era
la mascota del jefe y se convirtió en el representante del Partido Comunista en
la oficina, con lo que lideraba debates semanales sobre sucesos políticos, pero
lo hacía con una devoción fingida, incluso irónica, según lo percibía Usoltsev.
Le gustaban los programas convencionales de variedades en la televisión
alemana y, no obstante, leía prodigiosamente los clásicos, con preferencia por
los satíricos rusos, como Nikolái Gógol y Mijaíl Saltikov-Shchedrín, que
desbarataban la opresiva y corrupta burocracia zarista del siglo XIX. Almas
muertas, la obra maestra de Gógol que aguijoneaba la venalidad y súplica
provinciales, se convirtió en una de sus novelas favoritas. Vladímir bromeaba
en forma irreverente acerca de las aborrecibles características de los agentes
de contrainteligencia, algo que él también había sido, por lo menos durante un
tiempo. Y se burlaba del antisemitismo de Matvéiev, que era generalizado en
el KGB, aunque nunca de cara al jefe.
El Pequeño Volodia, pensaba Usoltsev, tenía una capacidad notable para
adaptar su personalidad a la situación y a sus superiores, a los que cautivaba y
quienes luego confiaban en él. Se trataba de un rasgo que lo caracterizaba y
que otros también notarían. Durante sus muchas horas de debate —con
frecuencia en la bania del sótano de la mansión—, Volodia revelaría atisbos
de su individualidad y peligroso libre pensamiento. El 9 de noviembre de
1985 vieron la transmisión soviética de la dramática final del campeonato
mundial de ajedrez entre Anatoli Kárpov y Garri Kaspárov, que era vista
como un choque ideológico entre la vieja y la nueva guardia. Casi todo el
cuadro del KGB iba con Kárpov, el campeón reinante y héroe laudado de la
Unión Soviética. Creían que Kaspárov, execrado en la prensa oficial mientras
se desarrollaba el partido, era un «advenedizo extremadamente descarado».
En cambio, el Pequeño Volodia mostraba una «peligrosa simpatía» por
Kaspárov. Disfrutó de su victoria final y no temió decirlo.
Lo que intrigaba más a Usoltsev era la creencia en Dios profesada por su
colega. En el KGB, eso era «algo inconcebible» y Usoltsev, un auténtico
comunista ateo, se maravillaba de la disposición del mayor a reconocer todo
tipo de fe, aunque se cuidaba de alardear de ello. De hecho, era tan discreto
que Usoltsev nunca estuvo completamente seguro de que no utilizara a Dios
como una táctica más de inteligencia.[14]