Page 92 - El nuevo zar
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Con «paso decidido» se refería a su renuncia del KGB, que enfatizó
reiteradamente.
Lejos de descalificarlo para la función pública, dijo, su trasfondo, su
experiencia, su fluidez en alemán y su conocimiento de la economía
internacional le serían útiles para satisfacer las necesidades de la ciudad y la
nueva democracia de Rusia. Cuando Nikíforova le preguntó si los «socios
internacionales» de la ciudad mirarían con recelo la presencia de espías del
KGB entre el personal de Sobchak, simplemente observó que el presidente de
Estados Unidos, George H. W. Bush, antes había prestado servicios como
director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) y
nadie lo inhabilitaba para tener un cargo público.
Así eran los días de aturdimiento que siguieron a los sucesos de agosto.
Todo se mezclaba y cualquier cosa parecía posible, incluso hablar de secretos
largamente guardados. Excepto por tres muertes en Moscú, la gente
desanduvo el camino andado con el golpe, sin violencia, solo rehusando
aceptar el resultado de una lucha de poder en las altas filas de la jerarquía
soviética. La nueva Rusia ofrecía la oportunidad excitante y desconcertante de
ser libre, de vivir sin miedo, de ser honesto y responsable, de reinventarse
para la nueva era. Rusia hacía frente a dificultades económicas, pero la
heredera empequeñecida de la Unión Soviética podía ahora establecer un
Gobierno democrático, poner fin a su aislamiento durante la Guerra Fría y
abrirse a Europa y al resto del mundo. En su primera incursión en la escena
pública, impensable apenas unos meses antes, Vladímir Putin se retrató a sí
mismo como un demócrata declarado. Pero incluso entonces, en los albores
de la democracia en Rusia, hizo la advertencia de que el imperativo de un
Estado fuerte —y la voluntad de la gente para aceptarlo, incluso desearlo—
seguía siendo parte del temperamento colectivo ruso.
«Más allá de lo triste o terrible que suene, creo que un giro hacia el
totalitarismo, por un tiempo, es posible en nuestro país. Sin embargo, el
peligro no debería verse en los órganos de cumplimiento de la ley, los
servicios de seguridad, la policía, ni siquiera en el ejército. El peligro reside
en la mentalidad, la mentalidad de nuestro pueblo, nuestra propia mentalidad.
Nos parece —a mí también, a veces, lo admito— que, si imponemos órdenes
estrictas con mano de hierro, todos vamos a vivir mejor, más cómodamente,
con más seguridad. El hecho es que esa comodidad se desvanecería muy
pronto porque la mano de hierro, muy pronto también, comenzaría a