Page 95 - El nuevo zar
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Leningrado  con  alimento  y  combustible.  Con  el  invierno,  la  ciudad  debió
               utilizar su reserva de comida en conserva, hasta que cuatro mil toneladas de
               carne fresca llegaron en enero. Moscú, como capital, tenía mejores cadenas de
               suministro  y  recursos  que  San  Petersburgo  y,  en  consecuencia,  los

               supermercados  de  la  segunda  tendrían  provisiones  exiguas  de  alimentos
               durante muchos años más. En noviembre, Sobchak comunicó que la escasez

               de comida se había vuelto crítica.[16]

                    Y, sin embargo, de forma inexplicable, uno de sus primeros decretos para
               restablecer la riqueza de la ciudad fue convertirla en un nuevo Las Vegas, y
               puso a Putin a cargo. El resultado fue una proliferación de casinos y antros de

               apuestas a lo largo y ancho de una ciudad deslucida pero hermosa, que tenía
               necesidades más acuciantes que máquinas tragaperras. El auge de los casinos
               en  San  Petersburgo  no  fue  solo  idea  de  Sobchak,  pero  la  transición

               democrática de Rusia pronto tuvo su metáfora perdurable, la manifestación
               más visible del nuevo capitalismo, negado a los rusos durante décadas. En

               apariencia, con el decreto de Sobchak se pretendía traer orden a la incipiente
               industria  —con  «impuestos  para  financiar  programas  sociales  de  máxima
               prioridad»—,[17]  aunque  con  él  también  se  autorizó  a  la  ciudad  a
               proporcionar  «las  instalaciones  necesarias  para  alojar  casinos»,  una

               autorización que se usó, y en exceso, también en otras industrias. Sobchak
               distribuyó  derechos  de  propiedad  como  un  zar  que  reparte  cesiones  de

               terrenos.  Durante  las  siguientes  dos  décadas,  el  paisaje  urbano  de  San
               Petersburgo, como el de Moscú, tendría una parte prosaica de luces de neón y
               carteles  sensuales  que  prometían  riquezas,  y  las  autoridades  librarían  una
               guerra continua contra el crimen organizado.


                    Putin  hizo  sus  deberes:  estudió  la  forma  en  que  Occidente  regulaba  su
               industria  del  juego.  Libre  ahora  para  trasponer  las  fronteras  del  bloque
               soviético,  podía  experimentar  la  vida  en  lugares  que  conocía  solo  por  los

               informes de inteligencia. Como parte de su recolección de datos de ese otoño,
               él y Liudmila volaron a Hamburgo, donde visitaron el Reeperbahn, el famoso

               distrito rojo de la ciudad, y las instalaciones de uno de sus casinos con unos
               amigos. Fueron sus amigos, insistió, quienes los convencieron de asistir a una
               función erótica mientras estaban allí, y esa introducción en los extremos de la
               libertad personal —incurrir en vicios sin la restricción moral de la ideología

               estatal y el escrutinio del KGB— dejó una impresión tan fuerte que, aun una
               década más tarde, Putin pudo describir a los artistas con vivo detalle, desde su
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