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Más allá del aula III: Experiencias y reflexiones docentes


            Cada  individuo  queda  ‘des-cubierto’  o  parcialmente
            notificado ante los demás por lo que hace: los hechos son el
            modo como se ‘des-vela’ ante los otros nuestro propio ser.
            Por  lo  que  hacemos  somos  conocidos  y  desde  lo  que  los
            demás hacen, nosotros llegamos a interpretar el sentido de la
            vida. (2002, p. 42)

            Entonces, es ese fluir de ideas que se crean alrededor del evento
          pedagógico,  lo  que  lleva  a  la  creación  literaria,  unos  individuos
          tendrán la capacidad más o menos, de acuerdo a sus habilidades, de
          plasmar  con  palabras  su  divino  encuentro,  sea  una  prosa,  un
          poema,  por  medio  de  una  crónica,  un  cuento;  otros,  que  no  en
          palabras, por medio de un dibujo que logre eternizar el paisaje; el
          hecho es que hay algo que por medio de símbolos logra suspender
          en el tiempo inmemorable, el evento mismo: El lenguaje, la palabra
          vivificadora del mundo de la vida.
            Escribir,  ese  ejercicio  espiritual  que  es  la  herramienta  más
          importante  para  ayudar  a  emerger  el  verdadero  ser  interior  del
          individuo, se aprende, no sólo haciendo el ejercicio cotidiano de la
          formación, es necesario tomar entre las manos un libro, saborearlo,
          hacerlo suyo. Se escribe a partir de lo que se lee y se experimenta
          en  carne  propia,  aunque  sería  esto  una  tautología,  ya  que  leer  es
          una  experiencia  tan  corporal  que  puede  generar  todo  tipo  de
          hervores en la piel de quien emocionadamente, se abstrae entre las
          palabras conjugadas de mundo de la vida. Un ejemplo fue dado por
          García  Lorca  (1931),  cuando  en  la  inauguración  de  la  primera
          Biblioteca Pública de Fuente Vaqueros, su pueblo natal, dijo:

            Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoievski, padre de
            la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero
            en  la  Siberia,  alejado  del  mundo,  entre  cuatro  paredes  y
            cercado  por  desoladas  llanuras  de  nieve  infinita;  y  pedía
            socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme
            libros, libros,  muchos libros para que  mi alma no  muera!’.
            Tenía  frío  y  no  pedía  fuego,  tenía  terrible  sed  y  no  pedía
            agua:  pedía  libros,  es  decir,  horizontes,  es  decir,  escaleras
            para  subir  la  cumbre  del  espíritu  y  del  corazón.  Porque  la




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