Page 129 - El Señor de los Anillos
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desconocidos del bosque más espeso.
        Al comienzo la elección pareció buena; marchaban a paso vivo, aunque cada
      vez que divisaban el sol en un claro creían haber virado hacia el este, no sabían
      cómo.  Luego  los  árboles  comenzaron  a  cerrarse  (en  la  distancia  les  habían
      parecido más delgados y menos enmarañados), y de pronto descubrieron unas
      fallas profundas e inesperadas en el terreno, como surcos de ruedas gigantescas o
      anchos  fosos  y  caminos  borrosos  y  en  desuso,  obstruidos  por  las  zarzas.  La
      mayoría  de  estos  repliegues  cruzaban  perpendicularmente  la  dirección  que
      seguían los hobbits y sólo podían franquearlos ayudándose con pies y manos, lo
      que  era  incómodo  y  difícil  a  causa  de  los  poneys.  Cada  vez  que  descendían
      encontraban la cavidad cubierta por espesos matorrales y zarzas, que por alguna
      razón no cedían a la izquierda y sólo permitían el paso si los viajeros se volvían a
      la derecha; tenían que andar un rato por el fondo de la cavidad antes de encontrar
      el  modo  de  trepar  al  otro  lado.  Cada  vez  que  subían,  la  arboleda  parecía  más
      profunda y oscura; y siempre hacia la izquierda y hacia arriba era más difícil
      abrirse paso. Tenían que ir siempre hacia la derecha, bajando.
        Al cabo de una hora o dos habían perdido todo sentido claro de la orientación,
      aunque sabían que desde hacía tiempo ya no iban hacia el norte. Marchaban sin
      rumbo, siguiendo un itinerario que otros habían elegido para ellos; al este y al sur,
      hacia el corazón del bosque y no hacia una salida.
        La  tarde  declinaba  cuando  descendieron  arrastrándose  y  tropezando  a  un
      repliegue más ancho y profundo que todos los anteriores. Era tan empinado y
      abrupto que no había modo de salir por un lado o por el otro sin abandonar los
      poneys y el equipaje. Todo lo que podían hacer era seguir el curso descendente
      de  la  falla.  El  suelo  era  más  blando  ahora,  y  a  trechos  pantanoso.  En  los
      terraplenes aparecieron manantiales y pronto se encontraron marchando a orillas
      de un arroyo que se escurría y murmuraba sobre un lecho de hierbas salvajes.
      Luego el suelo empezó a descender rápidamente y el arroyo se hizo más sonoro
      y caudaloso, bajando a saltos a lo largo de la pendiente. Estaban en una profunda
      y oscura hondonada, cubierta por una alta bóveda de árboles.
      Marcharon un rato tropezando a lo largo del arroyo y de pronto salieron de las
      tinieblas como a través de una puerta y vieron delante la luz del sol. Saliendo al
      claro  descubrieron  que  habían  venido  caminando  por  una  hendidura  en  una
      barranca  empinada,  casi  un  acantilado.  Allá  abajo  había  un  ancho  espacio  de
      hierba y cañas y a lo lejos se veía otra pared, también escarpada. El oro de un
      sol  tardío  se  extendía  cálido  y  pesado  entre  las  dos  paredes.  En  medio
      serpenteaba  un  río  de  aguas  pardas  y  perezosas  bordeado  por  viejos  sauces
      caídos y moteado por miles de hojas de sauce marchitas. Las hojas espesaban el
      aire;  caían  revoloteando,  amarillas;  una  brisa  tibia  y  dulce  soplaba  en  la
      hondonada; las cañas murmuraban y las ramas de los sauces crujían.
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