Page 204 - El Señor de los Anillos
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El plan de Trancos, en la medida en que ellos podían entenderlo sin conocer
la región, era encaminarse al principio hacia Archet, pero tomar en seguida a la
derecha y dejar atrás la aldea por el este y luego marchar en línea recta todo lo
posible por las tierras salvajes hacia la Cima de los Vientos. De este modo, si todo
iba bien, podrían ahorrarse una gran vuelta del camino, que más adelante
doblaba hacia el sur para evitar los pantanos de Moscagua. Pero por supuesto,
tendría que cruzarlos al fin y la descripción que hacía Trancos no era alentadora.
Mientras, sin embargo, no les desagradaba caminar. En verdad, si no hubiese
sido por los acontecimientos perturbadores de la noche anterior, habrían
disfrutado de esta parte del viaje más que de ninguna otra hasta entonces. El sol
brillaba en un cielo despejado, pero no hacía demasiado calor. Los árboles del
valle estaban todavía cubiertos de hojas de colores vivos y parecían pacíficos y
saludables. Trancos guiaba sin titubear entre los muchos senderos entrecruzados;
era evidente que abandonados a ellos mismos los hobbits se hubieran extraviado
en seguida. El complicado itinerario tenía muchas vueltas y revueltas, para evitar
cualquier persecución.
—Bill Helechal estaba espiándonos sin duda cuando dejamos la calzada —
dijo Trancos—, pero no creo que nos haya seguido. Conoce bastante bien la
región, pero sabe que no podría rivalizar conmigo en un bosque. Me importa más
lo que Helechal podría decir a otros. Se me ocurre que no están muy lejos de
aquí. Tanto mejor si piensan que nos encaminamos a Archet.
Ya fuese por la habilidad de Trancos o por alguna otra razón, ese día no vieron
señales ni oyeron sonidos de cualquier otra criatura viviente; ni bípedos, excepto
pájaros; ni cuadrúpedos, excepto un zorro y unas pocas ardillas. Al día siguiente
marcharon en línea recta hacia el oeste y todo estuvo tranquilo y en paz. Al
tercer día salieron del bosque de Chet. El terreno había estado descendiendo poco
a poco desde que dejaran el camino y ahora entraban en un llano amplio, mucho
más difícil de recorrer. Habían dejado muy atrás las fronteras del País de Bree y
estaban en un desierto donde no había ningún sendero, ya cerca de los pantanos
de Moscagua.
El suelo era cada vez más húmedo, barroso en algunos lugares, y de cuando
en cuando tropezaban con charcos y anchas cañadas y juncos donde gorjeaban
unos pajaritos escondidos. Tenían que cuidar dónde ponían los pies, para no
mojarse y no salirse del curso adecuado. Al principio avanzaron rápidamente,
pero luego la marcha se hizo más lenta y peligrosa. Los pantanos los confundían
y eran traicioneros y ni siquiera los montaraces habían podido descubrir una
senda permanente que cruzara los tembladerales. Las moscas empezaron a
atormentarles y en el aire flotaban nubes de mosquitos minúsculos que se les
metían por las mangas y pantalones y en el cabello.
—¡Me comen vivo! —gritó Pippin—. ¡Moscagua! ¡Hay más moscas que