Page 515 - El Señor de los Anillos
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eran árboles perennes y las hojas eran oscuras y lustrosas y brillaban a la luz
crepuscular. Más allá se abría un espacio amplio y liso, como el suelo de una sala
enorme, tallado en la colina. A cada lado se elevaban las paredes, hasta a una
altura de cincuenta pies o más, y a lo largo de las paredes crecía una hilera de
árboles, cada vez más altos a medida que Bárbol avanzaba. La pared del fondo
era perpendicular, pero al pie habían cavado una abertura de techo abovedado: el
único techo del recinto, excepto las ramas de los árboles, que en el extremo
interior daban sombra a todo el suelo dejando sólo una senda ancha en el medio.
Un arroyo escapaba de los manantiales de arriba y abandonando el curso mayor
caía tintineando por la cara perpendicular de la pared, derramándose en gotas de
plata, como una delgada cortina delante de la abertura abovedada. El agua se
reunía de nuevo en una concavidad de piedra entre los árboles y luego corría
junto al sendero y salía a unirse al Entaguas que se internaba en el bosque.
—¡Hm! ¡Aquí estamos! —dijo Bárbol, quebrando el largo silencio—. Os he
traído durante setenta mil pasos de ent, pero no sé cuánto es eso en las medidas
de vuestro país. De cualquier modo estamos cerca de las raíces de la Ultima
Montaña. Parte del nombre de este lugar podría ser Sala del Manantial en vuestro
lenguaje. Me gusta. Pasaremos aquí la noche.
Puso a los hobbits en la hierba entre las hileras de árboles y ellos lo siguieron
hacia la gran bóveda. Los hobbits notaron ahora que Bárbol apenas doblaba las
rodillas al caminar, pero que los pasos eran largos. Plantaba en el suelo ante todo
los dedos gordos (y eran gordos en verdad y muy anchos) antes de apoyar el
resto del pie.
Bárbol se detuvo un momento bajo la llovizna del manantial y respiró
profundamente; luego se rió y entró. Había allí una gran mesa de piedra, pero
ninguna silla. En el fondo de la bóveda se apretaban las sombras. Bárbol tomó dos
grandes vasijas y las puso en la mesa. Parecían estar llenas de agua; pero Bárbol
mantuvo las manos sobre ellas e inmediatamente se pusieron a brillar, una con
una luz dorada, y la otra con una hermosa luz verde; y la unión de las dos luces
iluminó la bóveda, como si el sol del verano resplandeciera a través de un techo
de hojas jóvenes.
Mirando hacia atrás, los hobbits vieron que los árboles del patio brillaban
también ahora, débilmente al principio, pero luego más y más, hasta que en todas
las hojas aparecieron nimbos de luz: algunos verdes, otros dorados, otros rojos
como cobre, y los troncos de los árboles parecían pilares de piedra luminosa.
—Bueno, bueno, ahora podemos hablar otra vez —dijo Bárbol—. Tenéis sed,
supongo. Quizá también estéis cansados. ¡Bebed! —Fue hasta el fondo de la
bóveda donde se alineaban unas jarras de piedra, con tapas pesadas. Sacó una de
las tapas y metió un cucharón en la jarra y llenó los tazones, uno grande y dos
más pequeños.