Page 540 - El Señor de los Anillos
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inmóviles mirando hacia abajo. No se oía ningún sonido.
        No alcanzaban a verle el rostro; estaba encapuchado y encima de la capucha
      llevaba un sombrero de alas anchas, que le ensombrecía las facciones excepto la
      punta  de  la  nariz  y  la  barba  grisácea.  No  obstante,  Aragorn  creyó  ver  un
      momento el brillo de los ojos, penetrantes y vivos bajo la sombra de la capucha
      y las cejas.
        Al fin el viejo rompió el silencio.
        —Feliz encuentro en verdad, amigos míos —dijo con una voz dulce—. Deseo
      hablaros.  ¿Bajaréis  vosotros,  o  subiré  yo?  Sin  esperar  una  respuesta  empezó  a
      trepar.
        —¡No! —gritó Gimli—. ¡Detenlo, Legolas!
        —¿No  dije  que  deseaba  hablaros?  —replicó  el  viejo—.  ¡Retira  ese  arco,
      Señor Elfo!
        El arco y la flecha cayeron de las manos de Legolas y los brazos le colgaron
      a los costados.
        —Y tú, Señor Enano, te ruego que sueltes el mango del hacha, ¡hasta que yo
      haya llegado arriba! No necesitaremos de tales argumentos.
        Gimli tuvo un sobresalto y en seguida se quedó quieto como una piedra, los
      ojos  clavados  en  el  viejo  que  subía  saltando  por  los  toscos  escalones  con  la
      agilidad de una cabra. Ya no parecía cansado. Cuando puso el pie en la cornisa,
      hubo  un  resplandor,  demasiado  breve  para  ser  cierto,  un  relámpago  blanco,
      como si una vestidura oculta bajo los andrajos se hubiese revelado un instante. La
      respiración sofocada de Gimli pudo oírse en el silencio como un sonoro silbido.
      —¡Feliz encuentro,  repito!  —dijo  el viejo,  acercándose.  Cuando  estuvo  a unos
      pocos  pasos  se  detuvo,  apoyándose  en  la  vara,  con  la  cabeza  echada  hacia
      adelante,  mirándolos  desde  debajo  de  la  capucha—.  ¿Y  qué  podéis  estar
      haciendo en estas regiones? Un elfo, un hombre y un enano, todos vestidos a la
      manera élfica. Detrás de todo esto hay sin duda alguna historia que valdría la
      pena. Cosas semejantes no se ven aquí a menudo.
        —Habláis como alguien que conoce bien Fangorn —dijo Aragorn—. ¿Es así?
        —No muy bien —dijo el viejo—, eso demandaría muchas vidas de estudio.
      Pero vengo aquí de cuando en cuando.
        —¿Podríamos saber cómo os llamáis y luego oír lo que tenéis que decirnos?
      —preguntó  Aragorn—.  La  mañana  pasa  y  tenemos  algo  entre  manos  que  no
      puede esperar.
        —En cuanto a lo que deseo deciros, ya lo he dicho: ¿Qué estáis haciendo y
      qué historia podéis contarme de vosotros mismos? ¡En cuanto a mi nombre! —El
      viejo calló y soltó una risa larga y dulce. Aragorn se estremeció al oír el sonido;
      y  no  era  sin  embargo  miedo  o  terror  lo  que  sentía,  sino  algo  que  podía
      compararse a la mordedura súbita de una ráfaga penetrante, o el batimiento de
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