Page 541 - El Señor de los Anillos
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una lluvia helada que arranca a un hombre de un sueño inquieto—. ¡Mi nombre!
      —dijo el viejo otra vez—. ¿Todavía no lo habéis adivinado? Sin embargo lo habéis
      oído  antes,  me  parece.  Sí,  lo  habéis  oído  antes.  ¿Pero  qué  podéis  decirme  de
      vosotros?
        Los tres compañeros no respondieron.
        —Alguien podría decir sin duda que vuestra misión es quizás inconfesable —
      continuó  el  viejo—.  Por  fortuna,  algo  sé.  Estáis  siguiendo  las  huellas  de  dos
      jóvenes  hobbits,  me  parece.  Sí,  hobbits.  No  me  miréis  así,  como  si  nunca
      hubieseis oído esa palabra. Los conocéis y yo también. Sabed entonces que ellos
      treparon  aquí  anteayer.  Y  se  encontraron  con  alguien  que  no  esperaban.  ¿Os
      tranquiliza  eso?  Y  ahora  quisierais  saber  a  dónde  los  llevaron.  Bueno,  bueno,
      quizás yo pudiera daros algunas noticias. ¿Pero por qué estáis de pie? Pues veréis,
      vuestra  misión  no  es  ya  tan  urgente  como  habéis  pensado.  Sentémonos  y
      pongámonos cómodos.
        El viejo se volvió y fue hacia un montón de piedras y peñascos caídos al pie
      del risco, detrás de ellos. En ese instante, como si un encantamiento se hubiese
      roto, los otros se aflojaron y se sacudieron. La mano de Gimli aferró el mango
      del hacha. Aragorn desenvainó la espada. Legolas recogió el arco.
        El viejo, sin prestarles la menor atención, se inclinó y se sentó en una piedra
      baja  y  chata.  El  manto  gris  se  entreabrió  y  los  compañeros  vieron,  ahora  sin
      ninguna duda, que debajo estaba vestido todo de blanco.
        —¡Saruman!  —gritó  Gimli  y  saltó  hacia  el  viejo  blandiendo  el  hacha—.
      ¡Habla!  ¡Dinos  dónde  has  escondido  a  nuestros  amigos!  ¿Qué  has  hecho  con
      ellos? ¡Habla o te abriré una brecha en el sombrero que aun a un mago le costará
      trabajo reparar!
      El viejo era demasiado rápido. Se incorporó de un salto y se encaramó en una
      roca. Allí esperó, de pie, de pronto muy alto, dominándolos. Había dejado caer la
      capucha y los harapos grises y ahora la vestidura blanca centelleaba. Levantó la
      vara y a Gimli el hacha se le desprendió de la mano y cayó resonando al suelo.
      La espada de Aragorn, inmóvil en la mano tiesa, se encendió con un fuego súbito.
      Legolas dio un grito y soltó una flecha que subió en el aire y se desvaneció en un
      estallido de llamas.
        —¡Mithrandir! —gritó—. ¡Mithrandir!
        —¡Feliz encuentro, te digo a ti otra vez, Legolas! —exclamó el viejo.
        Todos tenían los ojos fijos en él. Los cabellos del viejo eran blancos como la
      nieve  al  sol;  y  las  vestiduras  eran  blancas  y  resplandecientes;  bajo  las  cejas
      espesas le brillaban los ojos, penetrantes como los rayos del sol; y había poder en
      aquellas manos. Asombrados, felices y temerosos, los compañeros estaban allí
      de pie y no sabían qué decir.
        Al fin Aragorn reaccionó.
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