Page 562 - El Señor de los Anillos
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Los guardas levantaron entonces las pesadas trancas y lentamente empujaron las
      puertas, que giraron gruñendo sobre los grandes goznes. Los viajeros entraron. El
      recinto  parecía  oscuro  y  caluroso,  luego  del  aire  claro  de  la  colina.  Era  una
      habitación  larga  y  ancha,  poblada  de  sombras  y  medias  luces;  unos  pilares
      poderosos sostenían una bóveda elevada. Aquí y allá unos brillantes rayos de sol
      caían en haces titilantes desde las ventanas del este bajo los profundos saledizos.
      Por la lumbrera del techo, más allá de las ligeras volutas de humo, se veía el
      cielo,  pálido  y  azul.  Cuando  los  ojos  de  los  viajeros  se  acostumbraron  a  la
      oscuridad, observaron que el suelo era de grandes losas multicolores y que en él
      se entrelazaban unas runas ramificadas y unos extraños emblemas. Veían ahora
      que los pilares estaban profusamente tallados y que el oro y unos colores apenas
      visibles  brillaban  débilmente  en  la  penumbra.  De  las  paredes  colgaban
      numerosos tapices y entre uno y otro desfilaban figuras de antiguas leyendas,
      algunas empalidecidas por los años, otras ocultas en las sombras. Pero caía un
      rayo de sol sobre una de esas formas: un hombre joven montado en un caballo
      blanco. Soplaba un cuerno grande y los cabellos rubios le flotaban al viento. El
      caballo  tenía  la  cabeza  erguida  y  los  ollares  dilatados  y  enrojecidos,  como  si
      olfateara  a  lo  lejos  la  batalla.  Un  agua  espumosa,  verde  y  blanca,  corría
      impetuosa alrededor de las corvas del animal.
        —¡Contemplad  a  Eorl  el  Joven!  —dijo  Aragorn—.  Así  vino  del  norte  a  la
      Batalla del Campo de Celebrant.
      Los cuatro camaradas avanzaron hasta más allá del centro de la sala donde en el
      gran  hogar  chisporroteaba  un  fuego  de  leña.  Entonces  se  detuvieron.  En  el
      extremo  opuesto  de  la  sala,  frente  a  las  puertas  y  mirando  al  norte,  había  un
      estrado de tres escalones, y en el centro del estrado se alzaba un trono de oro. En
      él  estaba  sentado  un  hombre,  tan  encorvado  por  el  peso  de  los  años  que  casi
      parecía  un  enano;  los  cabellos  blancos,  largos  y  espesos,  le  caían  en  grandes
      trenzas por debajo de la fina corona dorada que llevaba sobre la frente. En el
      centro  de  la  corona,  centelleaba  un  diamante  blanco.  La  barba  le  caía  como
      nieve  sobre  las  rodillas;  pero  un  fulgor  intenso  le  iluminaba  los  ojos,  que
      relampaguearon cuando miró a los desconocidos. Detrás del trono, de pie, había
      una mujer vestida de blanco. Sobre las gradas, a los pies del rey estaba sentado
      un hombre enjuto y pálido, con ojos de párpados pesados y mirada sagaz.
        Hubo un silencio. El anciano permaneció inmóvil en el trono. Al fin, Gandalf
      habló.
        —¡Salve, Théoden hijo de Thengel! He regresado. He aquí que la tempestad
      se aproxima y ahora todos los amigos tendrán que unirse, o serán destruidos.
        El anciano se puso de pie poco a poco, apoyándose pesadamente en una vara
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