Page 567 - El Señor de los Anillos
P. 567

el  rey  pudo  oír  lo  que  decía.  Y  a  medida  que  hablaba  una  luz  más  brillante
      iluminaba  los  ojos  de  Théoden;  al  fin  el  rey  se  levantó,  erguido  en  toda  su
      estatura, y Gandalf a su lado, y ambos contemplaron al este desde el alto sitial.
        —En verdad —dijo Gandalf con voz alta, clara y sonora— ahí en lo que más
      tememos  está  nuestra  esperanza.  El  destino  pende  aún  de  un  hilo,  pero  hay
      todavía esperanzas si resistimos un tiempo más.
        También los otros volvieron entonces la mirada al Este. A través de leguas y
      leguas contemplaron allá en la lejanía el horizonte, y el temor y la esperanza
      llevaron los pensamientos de todos todavía más lejos, más allá de las montañas
      negras del País de las Sombras. ¿Dónde estaba ahora el Portador del Anillo? ¡Qué
      frágil  era  el  hilo  del  que  pendía  aún  el  destino!  Legolas  miró  con  atención  y
      creyó ver un resplandor blanco; allá, en lontananza, el sol centelleaba sobre el
      pináculo de la Torre de la Guardia. Y más lejos aún, remota y sin embargo real
      y amenazante, flameaba una diminuta lengua de fuego.
        Lentamente Théoden volvió a sentarse, como si la fatiga estuviera una vez
      más dominándolo, contra la voluntad de Gandalf. Volvió la cabeza y contempló
      la mole imponente del castillo.
        —¡Ay! —suspiró—. Que estos días aciagos sean para mí y que me lleguen
      ahora,  en  los  años  de  mi  vejez,  en  lugar  de  la  paz  que  creía  merecer.  ¡Triste
      destino el de Boromir el intrépido! Los jóvenes mueren mientras los viejos se
      agostan lentamente. —Se abrazó las rodillas con las manos rugosas.
        —Vuestros  dedos  recordarían  mejor  su  antigua  fuerza  si  empuñaran  una
      espada —dijo Gandalf.
        Théoden  se  levantó  y  se  llevó  la  mano  al  costado,  pero  ninguna  espada  le
      colgaba del cinto.
        —¿Dónde la habrá escondido Grima? —murmuró a media voz.
        —¡Tomad ésta, amado Señor! —dijo una voz clara—. Siempre ha estado a
      vuestro servicio.
        Dos hombres habían subido en silencio por la escalera y ahora esperaban de
      pie,  a  unos  pocos  peldaños  de  la  cima.  Allí  estaba  Eomer,  con  la  cabeza
      descubierta,  sin  cota  de  malla,  pero  con  una  espada  desnuda  en  la  mano;
      arrodillándose, le ofreció la empuñadura a su señor.
        —¿Qué significa esto? —dijo Théoden severamente. Y se volvió a Eomer, y
      los  hombres  miraron  asombrados  la  figura  ahora  erguida  y  orgullosa.  ¿Dónde
      estaba el anciano que dejaran abatido en el trono o apoyado en un bastón?
        —Es obra mía, Señor —dijo Háma, temblando—. Entendí que Eomer tenía
      que ser puesto en libertad. Fue tal la alegría que sintió mi corazón, que quizá me
      haya equivocado. Pero como estaba otra vez libre y es Mariscal de la Marca, le
      he traído la espada como él me ordenó.
        —Para depositarla a vuestros pies, mi Señor —dijo Eomer. Hubo un silencio
      y Théoden se quedó mirando a Eomer, siempre hincado ante él. Ninguno de los
   562   563   564   565   566   567   568   569   570   571   572