Page 86 - El Señor de los Anillos
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« ¡Hobbits!» , pensó. « Bien, ¿qué querrá decir? He oído cosas extrañas de
esta tierra, pero rara vez de un hobbit que duerma a la intemperie bajo un árbol.
¡Tres hobbits! Hay algo muy extraordinario detrás de todo esto.»
Estaba en lo cierto, pero nunca descubrió nada más sobre el asunto.
Llegó la mañana, pálida y húmeda. Frodo despertó primero y descubrió que la
raíz del árbol se le había incrustado en la espalda y que tenía el cuello tieso.
« ¡Caminar por placer! ¿Por qué no habré venido en carro?» , pensó como lo
hacía siempre al comienzo de una expedición. « ¡Y todas mis hermosas camas
de plumas vendidas a los Sacovilla-Bolsón! Las raíces de estos árboles les
hubieran venido bien.» Se desperezó.
—¡Arriba, hobbits! —gritó—. Hermosa mañana.
—¿Qué tiene de hermosa? —preguntó Pippin, asomando un ojo sobre el
borde de la manta—. ¡Sam! ¡Prepara el desayuno para las nueve y media!
¿Tienes listo ya el baño caliente?
Sam dio un salto, amodorrado aún.
—No, señor, ¡no todavía! —exclamó.
Frodo arrancó las mantas que envolvían a Pippin, lo hizo rodar y fue hacia el
linde del bosque. En el lejano este, el sol se levantaba muy rojo entre las nieblas
espesas que cubrían el mundo. Tocados con oro y rojo, los árboles otoñales
parecían navegar a la deriva en un mar de sombras. Un poco más abajo, a la
izquierda, el camino descendía bruscamente a una hondonada y desaparecía.
Cuando Frodo regresó, Sam y Pippin estaban haciendo un buen fuego.
—¡Agua! —gritó Pippin—. ¿Dónde está el agua?
—No llevo agua en los bolsillos —dijo Frodo.
—Pensamos que habrías ido a buscarla —dijo Pippin, muy ocupado en sacar
los alimentos y las tazas—. Es mejor que vayas ahora.
—Tú también puedes venir —respondió Frodo—. Y trae todas las botellas.
Había un arroyo al pie de la loma. Llenaron las botellas y la pequeña
marmita en un salto de agua que caía desde unas piedras grises, unos metros más
arriba. Estaba helada y se lavaron la cara y las manos sacudiéndose y
resoplando.
Cuando terminaron de desayunar y rehicieron los fardos, eran más de las
diez de la mañana; el día estaba volviéndose hermoso y cálido. Bajaron la cuesta,
cruzaron el arroyo, subieron la cuesta siguiente y subiendo y bajando
franquearon otra cresta de las colinas. Entonces las capas, las mantas, el agua, los
alimentos y todo el equipo empezaron a pesarles de veras.
La marcha de ese día prometía ser agobiante y la carga agotadora. Pocas
millas después, sin embargo, no hubo más subidas y bajadas. El camino ascendía
hasta la cima de una empinada colina por una senda zigzagueante y luego
descendía una última vez. Vieron frente a ellos las tierras bajas, salpicadas con