Page 900 - El Señor de los Anillos
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servicio, Pippin salió en busca de comida y bebida, algo que lo animara e hiciese
      más soportable la espera. En el rancho se encontró nuevamente con Beregond,
      que acababa de regresar de una misión del otro lado del Pelennor, en las Torres
      de la Guardia del Terraplén. Pasearon juntos sin alejarse de los muros, pues en
      los recintos cerrados Pippin se sentía como prisionero, y hasta el aire de la alta
      ciudadela  le  parecía  sofocante.  Y  otra  vez  se  sentaron  en  el  antepecho  de  la
      tronera que miraba al este, donde se habían entretenido la víspera, comiendo y
      hablando.
        Era  la  hora  del  crepúsculo,  pero  ya  el  enorme  palio  había  avanzado  muy
      lejos en el oeste, y un instante apenas, al hundirse por fin en el Mar, logró el sol
      escapar  para  lanzar  un  breve  rayo  de  adiós  antes  de  dar  paso  a  la  noche,  el
      mismo rayo que Frodo, en la Encrucijada, veía en ese momento en la cabeza del
      rey caído. Pero para los campos del Pelennor, a la sombra del Mindolluin, nada
      resplandecía: todo era pardo y lúgubre.
        Pippin tenía la impresión de que habían pasado años desde la primera vez que
      se había sentado allí, en un tiempo ya a medias olvidado, cuando todavía era un
      hobbit, un viajero despreocupado, indiferente a los peligros que había atravesado
      hacía poco. Ahora era un pequeño soldado, un soldado entre muchos otros en una
      ciudad que se preparaba para soportar un gran ataque, y vestía las ropas nobles
      pero sombrías de la Torre de la Guardia.
        En  otro  momento  y  en  otro  lugar,  tal  vez  Pippin  habría  aceptado  de  buen
      grado ese nuevo atuendo, pero ahora sabía que no estaba representando un papel
      en una comedia; estaba, seria e irremisiblemente al servicio de un amo severo
      que corría un gravísimo peligro. El plaquín lo agobiaba, y el yelmo le pesaba
      sobre la cabeza. Se había quitado la capa y la había puesto sobre la piedra del
      asiento.  Apartó  los  ojos  fatigados  de  los  campos  sombríos  y  bostezó,  y  luego
      suspiró.
        —¿Estás cansado del día de hoy? —le preguntó Beregond.
        —Sí —dijo Pippin—, muy cansado: cansado de la inactividad y la espera. He
      estado  de  plantón  a  la  puerta  de  la  cámara  de  mi  señor  durante  horas
      interminables, mientras él discutía con Gandalf y el Príncipe y otros grandes. Y
      no estoy acostumbrado, maese Beregond, a servir con hambre la mesa de otros.
      Es una prueba muy dura para un hobbit. Has de pensar sin duda que tendría que
      sentirme profundamente honrado. Pero ¿para qué quiero un honor semejante? Y
      a  decir  verdad  ¿para  qué  comer  y  beber  bajo  esta  sombra  invasora?  ¿Qué
      significa?  ¡El  aire  mismo  parece  espeso  y  pardo!  ¿Son  frecuentes  aquí  estos
      oscurecimientos cuando el viento sopla en el Este?
        —No  —dijo  Beregond—.  Esta  no  es  una  oscuridad  natural  del  mundo.  Es
      algún  artificio  creado  por  la  malicia  del  enemigo;  alguna  emanación  de  la
      Montaña  de  Fuego,  que  envía  para  ensombrecer  los  corazones  y  las
      deliberaciones. Y lo consigue por cierto. Ojalá vuelva el Señor Faramir. Él no se
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