Page 901 - El Señor de los Anillos
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dejaría  amilanar.  Pero  ahora,  ¡quién  sabe  si  alguna  vez  podrá  regresar  de  la
      Oscuridad a través del río!
        —Sí —dijo Pippin—. Gandalf también está impaciente. Fue una decepción
      para  él,  creo,  no  encontrar  aquí  a  Faramir.  Y  Gandalf  ¿por  dónde  andará?  Se
      retiró  del  consejo  del  Señor  antes  de  la  comida  de  mediodía,  y  no  de  buen
      humor, me pareció. Quizá tenga el presentimiento de alguna mala nueva.
      De  pronto,  mientras  hablaban,  enmudecieron  de  golpe;  inmóviles,  paralizados,
      convertidos de algún modo en dos piedras que escuchaban. Pippin se tiró al suelo,
      tapándose  los  oídos  con  las  manos;  pero  Beregond,  que  mientras  hablaba  de
      Faramir había estado mirando a lo lejos por encima del parapeto almenado, se
      quedó  donde  estaba,  tieso,  los  ojos  desencajados.  Pippin  conocía  aquel  grito
      estremecedor: era el mismo que mucho tiempo atrás había oído en los Marjales
      de la Comarca; pero ahora había crecido en potencia y en odio, y atravesaba el
      corazón con una venenosa desesperanza. Al fin Beregond habló, con un esfuerzo.
        —¡Han llegado! dijo. ¡Atrévete y mira! Hay cosas terribles allá abajo.
        Pippin  se  encaramó  de  mala  gana  en  el  asiento  y  asomó  la  cabeza  por
      encima del muro. Abajo el Pelennor se extendía en las sombras e iba a perderse
      en  la  línea  adivinada  apenas  del  Río  Grande.  Pero  ahora,  girando
      vertiginosamente  sobre  los  campos  como  sombras  de  una  noche  intempestiva,
      vio a media altura cinco formas de pájaros, horripilantes como buitres, pero más
      grandes  que  águilas,  y  crueles  como  la  muerte.  Ya  bajaban  de  pronto,
      aventurándose  hasta  ponerse  casi  al  alcance  de  los  arqueros  apostados  en  el
      muro, ya se alejaban volando en círculos.
        —¡Jinetes  Negros!  —murmuró  Pippin—.  ¡Jinetes  Negros  del  aire!  ¡Pero
      mira,  Beregond!  —exclamó—.  ¡Están  buscando  algo!  ¡Mira  cómo  vuelan  y
      descienden, siempre hacia el mismo punto! ¿Y no ves algo que se mueve en el
      suelo? Formas oscuras y pequeñas. ¡Sí, hombres a caballo: cuatro o cinco! ¡Ah,
      no lo puedo soportar! ¡Gandalf! ¡Gandalf! ¡Socorro!
        Otro alarido largo vibró en el aire y se apagó, y Pippin, jadeando como un
      animal perseguido, se arrojó de nuevo al suelo y se acurrucó al pie del muro.
      Débil,  y  aparentemente  remota  a  través  de  aquel  grito  escalofriante,  tremoló
      desde abajo la voz de una trompeta y culminó en una nota aguda y prolongada.
        —¡Faramir!  ¡El  Señor  Faramir!  ¡Es  su  llamada!  gritó  Beregond.  ¡Corazón
      intrépido!  ¿Pero  cómo  podrá  llegar  a  la  Puerta,  si  esos  halcones  inmundos  e
      infernales  cuentan  con  otras  armas  además  del  terror?  ¡Pero  míralos!  ¡No  se
      arredran! Llegarán a la Puerta. ¡No! Los caballos se encabritan. ¡Oh! Arrojan al
      suelo a los jinetes; ahora corren a pie. No, uno sigue montado, pero retrocede
      hacia los otros. Tiene que ser el capitán: él sabe cómo dominar a las bestias y a
      los  hombres.  ¡Ay!  Una  de  esas  cosas  inmundas  se  lanza  sobre  él.  ¡Socorro!
      ¡Socorro! ¿Nadie acudirá en su auxilio? ¡Faramir!
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