Page 902 - El Señor de los Anillos
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Y  Beregond  echó  a  correr  y  desapareció  en  la  oscuridad.  Asustado  y
      avergonzado,  mientras  que  Beregond  de  la  Guardia  pensaba  ante  todo  en  su
      amado capitán, Pippin se levantó y miró fuera. En ese momento alcanzó a ver un
      destello de nieve y de plata que venía del norte, como una estrella diminuta que
      hubiese descendido a los campos sombríos. Avanzaba como una flecha y crecía
      a  medida  que  se  acercaba  a  los  cuatro  hombres  que  huían  hacia  la  Puerta.
      Parecía  esparcir  una  luz  pálida,  y  Pippin  tuvo  la  impresión  de  que  la  sombra
      espesa retrocedía a su paso; entonces, cuando estuvo más cerca, creyó oír, como
      un eco entre los muros, una voz poderosa que llamaba.
        —¡Gandalf!  gritó  Pippin.  ¡Gandalf!  Siempre  llega  en  el  momento  más
      sombrío.  ¡Adelante!  ¡Adelante!  ¡Caballero  Blanco!  ¡Gandalf!  ¡Gandalf!  gritó,
      con  la  vehemencia  del  espectador  de  una  gran  carrera,  como  alentando  a  un
      corredor que no necesita la ayuda de exhortaciones.
        Mas ya las sombras aladas habían advertido la presencia del recién llegado.
      Una de ellas voló en círculos hacia él, pero a Pippin le pareció ver que Gandalf
      levantaba una mano y que de ella brotaba como un dardo un haz de luz blanca. El
      Nazgûl dejó escapar un grito largo y doliente y se apartó; y los otros cuatro, tras
      un instante de vacilación, se elevaron en espirales vertiginosas y desaparecieron
      en  el  este,  entre  las  nubes  bajas;  y  por  un  momento  los  campos  del  Pelennor
      parecieron menos oscuros.
        Pippin observaba, y vio que los jinetes y el Caballero Blanco se reunían al fin,
      y se detenían a esperar a los que iban a pie. Grupos de hombres les salían al
      encuentro  desde  la  ciudad;  y  pronto  Pippin  los  perdió  de  vista  bajo  los  muros
      exteriores,  y  adivinó  que  estaban  trasponiendo  la  puerta.  Sospechando  que
      subirían inmediatamente a la Torre, y a ver al Senescal, corrió a la entrada de la
      ciudadela. Allí se le unieron muchos otros que habían observado la carrera y el
      rescate desde los muros.
        Pronto  en  las  calles  que  subían  de  los  círculos  exteriores  se  elevó  un  gran
      clamor, y hubo muchos vítores, y por todas partes voceaban y aclamaban los
      nombres de Faramir y Mithrandir. Pippin vio unas antorchas, y luego dos jinetes
      que cabalgaban lentamente seguidos por una gran multitud: uno estaba vestido de
      blanco, pero ya no resplandecía, pálido en el crepúsculo como si el fuego que
      ardía en él se hubiese consumido o velado. El otro era sombrío y tenía la cabeza
      gacha. Desmontaron y mientras los palafreneros se llevaban a Sombragris y al
      otro caballo, avanzaron hacia el centinela de la puerta: Gandalf con paso firme,
      el manto gris flotándole a la espalda y en los ojos un fuego todavía encendido; el
      otro,  vestido  de  verde,  más  lentamente,  vacilando  un  poco  como  un  hombre
      herido o fatigado.
        Pippin  se  adelantó  entre  el  gentío,  y  en  el  momento  en  que  los  hombres
      pasaban bajo la lámpara de la arcada vio el rostro pálido de Faramir y se quedó
      sin  aliento.  Era  el  rostro  de  alguien  que  asaltado  por  un  miedo  terrible  o  una
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