Page 903 - El Señor de los Anillos
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inmensa  angustia  ha  conseguido  dominarse  y  recobrar  la  calma.  Orgulloso  y
      grave, se detuvo un momento a hablar con el guardia, y Pippin, que no le quitaba
      los ojos de encima, vio hasta qué punto se parecía a su hermano Boromir, a quien
      él había querido desde el principio, admirando la hidalguía y la bondad del gran
      hombre.  De  pronto,  sin  embargo,  en  presencia  de  Faramir,  un  sentimiento
      extraño  que  nunca  había  conocido  antes,  le  embargó  el  corazón.  Este  era  un
      hombre  de  alta  nobleza,  semejante  a  la  que  por  momentos  viera  en  Aragorn,
      menos  sublime  quizá  pero  a  la  vez  menos  imprevisible  y  remota:  uno  de  los
      Reyes  de  los  Hombres  nacido  en  una  época  más  reciente,  pero  tocado  por  la
      sabiduría  y  la  tristeza  de  la  Antigua  Raza.  Ahora  sabía  por  qué  Beregond  lo
      nombraba  con  veneración.  Era  un  capitán  a  quien  los  hombres  seguirían
      ciegamente, a quien él mismo seguiría, aun bajo la sombra de las alas negras.
        —¡Faramir! —gritó junto con los otros—. ¡Faramir! Y Faramir, advirtiendo
      el acento extraño del hobbit entre el clamor de los hombres de la ciudad, se dio
      vuelta, y lo miró estupefacto.
        —¿Y  tú  de  dónde  vienes?  —le  preguntó—.  ¡Un  mediano,  y  vestido  con  la
      librea de la Torre! ¿De dónde…?
        Pero en ese momento Gandalf se le acercó y habló:
        —Ha  venido  conmigo  desde  el  país  de  los  medianos  —dijo—.  Ha  venido
      conmigo.  Pero  no  nos  demoremos  aquí.  Hay  mucho  que  decir  y  mucho  por
      hacer,  y  tú  estás  fatigado.  Él  nos  acompañará.  En  realidad,  tiene  que
      acompañarnos, pues si no olvida más fácilmente que yo sus nuevas obligaciones,
      dentro de menos de una hora ha de tomar servicio con su señor. ¡Ven, Pippin,
      síguenos!
      Así llegaron por fin a la cámara privada del Señor de la Ciudad. Alrededor de un
      brasero de carbón de leña, habían dispuesto asientos bajos y mullidos; y trajeron
      vino;  y  allí  Pippin,  cuya  presencia  nadie  parecía  advertir,  de  pie  detrás  del
      asiento de Denethor, escuchaba con tanta avidez todo cuanto se decía que olvidó
      su propio cansancio.
        Una vez que Faramir hubo tomado el pan blanco y bebido un sorbo de vino,
      se sentó en uno de los asientos bajos a la izquierda de su padre. Un poco más
      alejado,  a  la  derecha  de  Denethor,  estaba  Gandalf,  en  un  sillón  de  madera
      tallada; y al principio parecía dormir. Pues en un comienzo Faramir habló sólo de
      la  misión  que  le  había  sido  encomendada  diez  días  atrás;  y  traía  noticias  del
      Ithilien y de los movimientos del enemigo y sus aliados; y narró la batalla del
      camino,  en  la  que  los  hombres  de  Harald  y  la  bestia  descomunal  que  los
      acompañaba fueran derrotados: un capitán que comunica a un superior sucesos
      de un orden casi cotidiano, los episodios insignificantes de una guerra de fronteras
      que ahora parecían vanos y triviales, sin grandeza ni gloria.
        Entonces, de improviso, Faramir miró a Pippin.
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