Page 127 - Dune
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—Así  es  —dijo  Kynes—,  pero  no  era  ese  precisamente  el  significado  de  mis
           palabras. Ved, mi clima exige una actitud especial hacia el agua. Siempre se piensa en
           el  agua,  en  cualquier  momento.  Nadie  malgasta  nada  que  contenga  un  poco  de

           humedad.
               Y el Duque pensó: «¡… mi clima!».
               —Girad  dos  grados  hacia  el  sur,  mi  Señor  —dijo  Kynes—.  Hay  una  borrasca

           avanzando por el Oeste.
               El Duque asintió. Había visto a lo lejos el torbellino de anaranjada arena. Hizo
           dar un giro al tóptero, y observó el reflejo naranja del polvo sobre las alas de los

           aparatos de escolta que imitaban su maniobra.
               —Esto debería permitirnos evitar la tormenta —dijo Kynes.
               —Volar en medio de esta arena debe ser peligroso —dijo Paul—. ¿Puede atacar

           realmente los más duros metales?
               —A esta altura no es arena, sino tan sólo polvo —dijo Kynes—. Los principales

           peligros son la falta de visibilidad, la turbulencia y las válvulas de aspiración, que se
           ven cegadas.
               —¿Asistimos a la extracción de la especia hoy? —preguntó Paul.
               —Muy probablemente —dijo Kynes.

               Paul se echó hacia atrás en su asiento. Se había servido de las preguntas y de su
           hiperpercepción para realizar lo que su madre llamaba el «registro» de una persona.

           Ahora tenía a Kynes… el tono de su voz, cada uno de los más pequeños detalles de
           su rostro y su modo de moverse. Una arruga no natural en la manga izquierda de su
           vestido revelaba la presencia de un cuchillo en una funda en su brazo. Su talle estaba
           curiosamente hinchado. Se decía que los hombres del desierto llevaban un saco de

           cintura  donde  guardaban  pequeños  objetos.  Quizá  la  hinchazón  era  debida  a  un
           cinturón escudo. Una aguja de cobre grabada con la imagen de una liebre cerraba el

           vestido  de  Kynes  a  la  altura  del  cuello.  Otra  aguja  más  pequeña  pero  llevando  el
           mismo dibujo era visible en el borde de la capucha echada sobre sus hombros.
               Halleck se volvió en su asiento junto a Paul, alcanzó el compartimento de atrás y
           extrajo su baliset. Kynes le miró un instante mientras afinaba el instrumento, después

           volvió su atención al rumbo.
               —¿Qué os gustaría oír, joven amo? —preguntó Halleck.

               —Elige tú, Gurney —dijo Paul.
               Halleck acercó su oído a la caja armónica, pulsó una cuerda y cantó suavemente:



               Nuestros padres comen maná en el desierto,
               En los lugares ardientes donde aúllan los vientos.

               ¡Señor, sálvanos de esta horrible tierra!
               Sálvanos… ah-h-h-h, sálvanos




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