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                                  Dice una leyenda que, en el instante en que el Duque Leto Atreides murió, un meteoro
                                  atravesó el cielo encima del ancestral palacio de Caladan.

                                               PRINCESA IRULAN, Introducción a la Historia de Muad’Dib para niños



           El Barón Vladimir Harkonnen estaba de pie junto a una de las lucernas del transporte

           ligero que había decidido usar como puesto de mando. Afuera podía ver la llameante
           noche de Arrakeen. Su atención se centró en la lejana Muralla Escudo, donde estaba
           operando su arma secreta.

               La artillería pesada.
               Los  cañones  arrasaban  las  cavernas  donde  los  hombres  del  Duque  habían
           encontrado  refugio  para  una  última  y  desesperada  resistencia.  Lentos  y  medidos

           relámpagos de luz anaranjada, lluvia de rocas y polvo entrevistos por breves instantes
           a  la  luz  de  las  explosiones…  y  los  hombres  del  Duque  sitiados  por  siempre  allí
           dentro, destinados a morir de hambre, cazados como animales en sus madrigueras.

               El  Barón  oía  el  distante  retumbar…  el  martilleo  incesante  que  le  llegaba  en
           vibraciones transmitidas por el metal de la nave:
               Bruuum… bruuum. Y luego: ¡BRUUUM-bruuum!

               ¿Quién habría pensado en hacer revivir la artillería en estos días de escudos?,
           pensó  con  una  risita  mental.  Pero  era  predecible  que  los  hombres  del  Duque  se
           precipitarían  hacia  aquellas  cavernas.  Y  el  Emperador  sabrá  apreciar  mi

           clarividencia que ha preservado las vidas de nuestras mutuas fuerzas.
               Ajustó uno de los pequeños suspensores que protegían su grueso cuerpo de los

           tirones de la gravedad. Una sonrisa curvó su boca, formando arrugas en sus gruesas
           mejillas.
               Qué pena destruir unos soldados tan valerosos como los del Duque, pensó. Su
           sonrisa se hizo más amplia. ¡Qué pena tener que ser cruel! Asintió. El fracaso era,

           por definición, condenable. Todo el universo estaba allí, al alcance de la mano del
           hombre  que  supiera  tomar  las  decisiones  correctas.  Había  que  hacer  correr  a  los

           conejos para que se escondieran en sus madrigueras. De otro modo, ¿cómo podrían
           ser dominados y criados? Imaginó a sus soldados como abejas haciendo correr a los
           conejos. Y pensó: El día está repleto de un dulce zumbido cuando hay tantas abejas
           trabajando para ti.

               Una puerta se abrió detrás de él. El Barón estudió el reflejo en la oscura lucerna
           antes de volverse.

               Piter  de  Vries  avanzaba  a  través  de  la  cámara,  seguido  por  Umman  Kudu,  el
           capitán de la guardia personal del Barón. Al otro lado de la puerta se movían más
           hombres, su guardia, cuyos rostros adoptaban prudentemente la expresión de carneros




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