Page 193 - Dune
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en su presencia.
El Barón se volvió.
Piter rozó con un dedo un mechón de cabellos, en un irónico saludo.
—Buenas noticias, mi Señor. Los Sardaukar han traído hasta aquí al Duque.
—Por supuesto que lo han hecho —gruñó el Barón.
Estudió la sombría máscara de villanía en el afeminado rostro de Piter. Y sus ojos:
dos hendiduras de un azul profundo.
Tendré que desembarazarme pronto de él, pensó el Barón. Dentro de poco ya no
me será útil, y se convertirá en un peligro positivo hacia mi persona. Pero antes, de
todos modos, deberá hacerse odiar por el pueblo de Arrakis. Y entonces… acogerán
a mi querido Feyd-Rautha como a un salvador.
El Barón dirigió su atención hacia el capitán de su guardia: Umman Kudu, una
mandíbula firme, unos músculos faciales tensos, un mentón como la puntera de una
bota… un hombre en el que se podía confiar ya que sus vicios eran bien conocidos.
—Ante todo, ¿dónde está el traidor que me ha entregado al Duque? —preguntó el
Barón—. Debo entregarle al traidor su recompensa.
Piter giró sobre la punta de sus pies e hizo un gesto a los guardias del exterior.
Hubo algunos oscuros movimientos, y Yueh avanzó. Sus gestos eran rígidos y
tensos. El bigote casi le cubría los empurpurados labios. Sólo sus viejos ojos parecían
vivos. Yueh dio tres pasos dentro de la cámara y se detuvo, obedeciendo a un gesto de
Piter, y miró fijamente al Barón a través de la vacía distancia.
—Ahhh, doctor Yueh.
—Mi señor Harkonnen.
—Me habéis entregado al Duque, por lo que he oído.
—Era mi parte del trato, mi Señor.
El Barón miró a Piter.
Piter asintió.
El Barón miró de nuevo a Yueh.
—El trato al pie de la letra, ¿eh? Y yo… —escupió las palabras—: ¿Qué debía
hacer a cambio?
—Lo recordáis perfectamente, mi Señor Harkonnen.
Y Yueh empezó a pensar de nuevo, escuchando el silencio pesado de los relojes
de su mente. Vio la sutil traición en la actitud del Barón. Wanna estaba muerta… se
hallaba más allá de su alcance. De otro modo, hubiera buscado aún mantener en su
puño al débil doctor. La actitud del Barón revelaba que no había esperanza: todo
había terminado.
—¿De veras? —dijo el Barón.
—Prometisteis librar a mi Wanna de su agonía.
El Barón asintió.
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