Page 194 - Dune
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—Oh,  sí.  Ahora  lo  recuerdo.  Eso  dije.  Esa  fue  mi  promesa.  Así  es  como
           conseguimos vencer el Condicionamiento Imperial. No podíais soportar ver a vuestra
           bruja Bene Gesserit retorcerse en los amplificadores de dolor de Piter. Bien, el Barón

           Vladimir Harkonnen mantiene siempre sus promesas. Os dije que la libraría de su
           agonía  y  que  permitiría  que  os  reunierais  con  ella.  Así  será.  —Levantó  una  mano
           hacia Piter.

               Los  azules  ojos  de  Piter  destellaron  con  una  fría  mirada.  Su  movimiento  fue
           fluidamente felino. El cuchillo brilló como una garra en su mano antes de hundirse en
           la espalda de Yueh.

               El anciano se puso rígido, sin dejar de fijar su atención en el Barón.
               —¡Ahora reúnete con ella! —restalló el Barón.
               Yueh permaneció en pie, vacilante. Sus labios se movieron con lenta precisión, y

           su voz resonó con una extraña cadencia:
               —Vos… creéis… que… me… habéis… destruido. Vos… creéis… que… yo…

           no… sabía… que… me… había… comprado… por… mi… Wanna.
               Cayó. Sin doblarse ni derrumbarse. Cayó como un árbol cortado por su base.
               —Reúnete con ella —repitió el Barón. Pero sus palabras parecían un débil eco.
               Yueh había suscitado un presentimiento en él. Sus ojos se fijaron en Piter, que

           limpiaba la hoja con un trapo, y observó una profunda satisfacción en sus azules ojos.
               Así es como mata con su propia mano, pensó el Barón. Es bueno saberlo.

               —¿Nos ha entregado realmente al Duque? —preguntó el Barón.
               —Ciertamente, mi Señor —dijo Piter.
               —¡Entonces, tráelo aquí!
               Piter miró al capitán de la guardia, que se volvió para obedecer.

               El Barón bajó sus ojos hacia Yueh. Por la forma como había caído, uno podía
           sospechar que todos sus huesos eran de duro roble.

               —Nunca confiaré en un traidor —dijo el Barón—. Ni siquiera si el traidor lo he
           creado yo.
               Miró a la noche al otro lado de la lucerna. Aquel gran saco de oscuridad, allá
           afuera, era suyo, pensó. Ya no se oía el martillear de la artillería contra las cavernas

           de  la  Muralla  Escudo;  las  bocas  de  las  madrigueras  habían  quedado  selladas.
           Bruscamente, el Barón no llegó a concebir nada más hermoso que aquella absoluta

           oscuridad  de  allá  afuera.  A  menos  que  fuera  blanco  sobre  negro.  Blanco  brillante
           sobre negro. Blanco porcelana.
               Pero había aún aquella sensación de duda.

               ¿Qué  había  querido  decir  aquel  imbécil  de  viejo  doctor?  Por  supuesto,
           probablemente sospechaba ya lo que iba a ocurrirle al fin. Pero aquella frase: «Creéis
           que me habéis destruido».

               ¿Qué había querido decir?




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