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Esta adaptación religiosa de los Fremen es, pues, la fuente de lo que ahora reconocemos
como «Los Pilares del Universo», de los cuales los Qizara Tafwid son los
representantes entre nosotros, con los signos y las pruebas y las profecías. Ellos nos
aportan esta fusión mística arrakena cuya profunda belleza está tipificada por la
conmovedora música compuesta sobre antiguas formas, pero marcada por este nuevo
despertar. ¿Quién no ha oído, sin sentirse profundamente conmovido, el Himno al
Hombre Viejo?:
Mis pies han hollado un desierto
Habitado por ondeantes espejismos.
Voraz de gloria, ávido de peligro,
He recorrido los horizontes de al-Kulab,
Viendo al tiempo nivelar las montañas
En su búsqueda y en su hambre de mí.
Y he visto los gorriones acercarse rápidos,
Tan osados como un lobo al ataque.
Se han dispersado por el árbol de mi juventud.
He oído su multitud en mis ramas.
¡Y he conocido sus picos y sus garras!
De El despertar de Arrakis, por la PRINCESA IRULAN
El hombre se arrastró sobre la cresta de una duna. Era apenas una mota que se
confundía con la arena en el resplandor del sol de mediodía. Iba vestido tan sólo con
los restos de una capa jubba, su carne desnuda mordida por las ardientes ráfagas. La
capucha había sido arrancada de la capa, pero el hombre se había confeccionado con
un jirón de ésta un turbante. Mechones de cabellos color arena surgían por debajo de
él, conjuntándose con su enredada barba y sus gruesas cejas. Bajo sus ojos totalmente
azules, restos de una mancha oscura ensombrecían sus mejillas. Un aplastamiento en
su bigote y su barba revelaban el lugar donde había estado un tubo de destiltraje
yendo de su nariz a sus bolsillos de recuperación.
El hombre se detuvo en la cima de la duna, con los brazos extendidos hacia la otra
vertiente. La sangre se había coagulado en su espalda, brazos y piernas. Costras de
arena amarillo grisácea se habían formado sobre sus heridas. Lentamente, colocó sus
manos debajo de él, se empujó hacia arriba, y consiguió ponerse vacilantemente en
pie. Aunque extenuado, sus movimientos conservaban todavía una cierta precisión.
—Soy Liet-Kynes —dijo, hablando para sí mismo y dirigiéndose al vacío
horizonte, con su voz convertida en una ronca caricatura de su antigua fuerza—, soy
el Planetólogo de su Majestad Imperial —jadeó—, el ecólogo planetario de Arrakis.
El servidor de este lugar.
Se tambaleó, cayó sobre el lado de la duna expuesto al viento. Sus manos
excavaron débilmente la arena.
Soy el servidor de esta arena, pensó.
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