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Entonces apartó la vista y miró al exterior a través de las ventanas traseras sin
decir nada más.
—¿Eso es todo?
Mantuvo los ojos fijos en el cristal mientras contestaba:
—Sólo una última cosa.
Esperé, pero él no prosiguió, por lo que al final le urgí:
—¿Sí?
—¿Van a regresar los demás? —inquirió con voz fría y calmada. Me recordó al
comportamiento sereno de Sam. Jacob se parecía cada vez más a él. Me pregunté por
qué me molestaba tanto.
Ahora fui yo quien permaneció callada y él clavó sus ojos perspicaces en mi
rostro.
—¿Y bien? —preguntó mientras se esforzaba en ocultar la tensión detrás de su
expresión serena.
—No —respondí al fin, a regañadientes—. No van a volver.
Jacob no se inmutó.
—Vale. Eso es todo.
Mi enfado resurgió y le fulminé con la mirada.
—Bueno, venga, ahora vete. Ve a decirle a Sam que los monstruos malos no te
han atrapado.
—Vale —volvió a decir, aún calmado.
Era lo que parecía. Jacob salió a toda prisa de la cocina. Esperé a oír la puerta de
la entrada, pero no fue así. Escuché el tictac del reloj de la cocina y me maravillé una
vez más de lo silencioso que se había vuelto.
¡Menudo desastre! ¡¿Cómo podía haberme alejado tanto de él en tan breve lapso
de tiempo?!
¿Me perdonaría cuando Alice se hubiera marchado? ¿Y qué ocurriría si no lo
hiciera?
Me dejé caer contra la encimera y enterré mi rostro entre las manos. ¿Cómo
podía haberlo complicado todo de este modo? En cualquier caso, ¿me podía haber
comportado de otra manera? No se me ocurrió ninguna alternativa, ningún otro
modo de proceder.
—¿Bella...? —preguntó Jacob con voz atribulada.
Alcé el rostro, que mantenía entre mis manos, para ver a Jacob, dubitativo, en la
entrada de la cocina. No se había marchado, tal y como yo había pensado. Sólo
entonces vi gotas cristalinas en las palmas de mis manos y comprendí que estaba
llorando.
La expresión serena había desaparecido del rostro de Jacob, que ahora se
mostraba inseguro y ansioso. Caminó rápidamente para acercarse a mi lado y agachó
la cabeza hasta que sus ojos y los míos estuvieron a la misma altura.
—Lo he vuelto a hacer, ¿verdad?
—¿Hacer? ¿El qué? —pregunté con voz rota.
—Romper mi promesa. Perdona.
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