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casi nos masacran en Italia, entonces, sí.
—¡Qué extraño! —musité—. He viajado a Italia de verdad. ¿A que no sabías que
por el este nunca había pasado más allá de Alburquerque?
Puso los ojos en blanco.
—Quizá deberías dormirte otra vez. No dices más que tonterías.
—Ya no me siento cansada —todo se aclaraba por momentos—. ¿Qué hora es?
¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Es la una de la madrugada. Así que, unas catorce horas.
Me estiré mientras él hablaba. Estaba muy agarrotada.
—¿Y Charlie? —pregunté.
Edward torció el gesto.
—Duerme. Deberías saber que en este preciso momento me estoy saltando las
reglas, aunque no técnicamente, claro, ya que él me dijo que no volviera a traspasar
su puerta, y he entrado por la ventana... Pero bueno, al menos la intención era buena.
—¿Charlie te ha echado de casa? —inquirí, mientras la incredulidad se me iba
convirtiendo en furia.
Sus ojos estaban tristes.
—¿Acaso esperabas otra cosa?
Se me puso una expresión enloquecida en la mirada. Iba a tener unas cuantas
palabritas con mi padre; quizás era un buen momento para recordarle que ya era
mayor de edad. En realidad, eso no importaba mucho, pero era una cuestión de
principios. La prohibición dejaría de tener sentido dentro de poco. Volví mis
pensamientos hacia vías menos dolorosas.
—¿Cuál es la historia? —le pregunté con auténtica curiosidad, pero sin dejar de
intentar desesperadamente mantener la conversación en terrenos superficiales. Así,
permanecería bajo control, y no podría asustarle con la desesperada ansiedad que me
atormentaba ferozmente por dentro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué le voy a decir a Charlie? ¿Qué explicación le voy a dar por haber
desaparecido...? Ahora que lo pienso, ¿cuánto tiempo he estado fuera? —intenté
hacer un cálculo mental en horas.
—Sólo tres días —entrecerró los ojos, pero esta vez sonrió con mayor
naturalidad—. En realidad, albergaba la esperanza de que se te ocurriera alguna
buena explicación. Yo no tengo ninguna.
Refunfuñé.
—De fábula.
—Bueno, quizás Alice sea capaz de inventar algo —me ofreció a modo de
consuelo.
Y me sentí consolada, desde luego. ¿A quién le importaba con qué tendría que
vérmelas más tarde? Cada segundo que él estaba aquí, tan cerca, con su rostro
perfecto resplandeciendo a la luz tenue de los números del reloj despertador, era
precioso y no debía desperdiciarse.
—Y bueno... —comencé mientras pensaba la pregunta menos importante con la
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