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la esperanza de que la retomarías si pensabas que me había marchado.
—Una ruptura limpia —susurré a través de los labios inmóviles.
—Exactamente. Pero ¡nunca imaginé que hacerlo resultaría tan sencillo!
Pensaba que sería casi imposible, que te darías cuenta tan fácilmente de la verdad
que yo tendría que soltar una mentira tras otra durante horas para apenas plantar la
semilla de una duda en tu cabeza. Mentí y lo siento mucho, muchísimo, porque te
hice daño, y lo siento también porque fue un esfuerzo que no mereció la pena. Siento
que a pesar de todo no pudiera protegerte de lo que yo soy. Mentí para salvarte, pero
no funcionó. Lo siento.
»Pero ¿cómo pudiste creerme? Después de las miles de veces que te dije lo
mucho que te amaba, ¿cómo pudo una simple palabra romper tu fe en mí?
Yo no contesté. Estaba demasiado paralizada para darle forma a una respuesta
racional.
—Vi en tus ojos que de verdad creías que ya no te quería. La idea más absurda,
más ridícula, ¡como si hubiera alguna manera de que yo pudiera existir sin
necesitarte!
Seguía helada. Sus palabras me parecían incomprensibles, porque eran
imposibles.
Me sacudió el hombro otra vez, sin fuerza, pero lo suficiente para que me
castañetearan un poco los dientes.
—Bella —suspiró—. ¡Dime de una vez qué es lo que estás pensando!
En ese momento rompí a llorar. Las lágrimas me anegaron los ojos, los
desbordaron y me inundaron las mejillas.
—Lo sabía —sollocé—. Sabía que estaba soñando...
—Eres imposible —comentó y soltó una carcajada breve, seca y frustrada—.
¿De qué manera te puedo explicar esto para que me creas? No estás dormida ni
muerta. Estoy aquí y te quiero. Siempre te he querido y siempre te querré. Cada
segundo de los que estuve lejos estuve pensando en ti, viendo tu rostro en mi mente.
Cuando te dije que no te quería… ésa fue la más negra de las blasfemias.
Sacudí la cabeza mientras las lágrimas continuaban cayendo desde las
comisuras de mis ojos.
—No me crees, ¿verdad? —susurró, con el rostro aún más pálido de lo habitual
—. Puedo verlo incluso con esta luz. ¿Por qué te crees la mentira y no puedes aceptar
la verdad?
—Nunca ha tenido sentido que me quisieras —le expliqué, y la voz se me
quebró dos veces—. Siempre lo he sabido.
Sus ojos se entrecerraron y se le endureció la mandíbula.
—Te probaré que estás despierta —me prometió.
Me sujetó la cabeza entre sus dos manos de hierro, ignorando mis esfuerzos
cuando intenté volver la cabeza hacia otro lado.
—Por favor, no lo hagas —susurré.
Se detuvo con los labios a unos centímetros de los míos.
—¿Por qué no? —inquirió. Su aliento acariciaba mi rostro, haciendo que la
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