Page 56 - En el corazón del bosque
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entero, y cuando uno se salió y se subió a tu brazo, los dejaste caer todos en el
      suelo  de  la  cocina  de  la  tía  Joan  —le  recordó  su  madre—.  Todos  escaparon,
      excepto un cangrejo desafortunado al que se le rompió el caparazón al caer. En
      todo caso, imagino que la población de cangrejos estará encantada de enterarse
      de que no vas de visita esta Pascua.
        —Sí, pero entonces sólo tenía siete años —adujo Noah—. Nadie sabe cómo
      comportarse a los siete. Pero ahora tengo ocho. Trataré a los cangrejos con más
      respeto.
        —¿Quieres decir que conservarás intactos sus caparazones antes de dejarlos
      caer, todavía vivos, en una olla de agua hirviendo? —preguntó el padre, que se
      definía como un defensor de causas perdidas y se sentía orgulloso de ello.
        —Eso es. Así pues, ¿podemos ir?
        —No —contestó su madre.
        —Pero ¿por qué no?
        —Porque no podemos.
        —¿Por qué no podemos?
        —Porque yo lo digo.
        —Pero ¿por qué lo dices?
        —Porque ahora mismo no es posible.
        —Pero ¿por qué no es posible ahora mismo?
        —¡Porque no lo es!
        —¡Eso no es una respuesta!
        —Bueno, pues es la única respuesta que van a darte, Noah Barleywater —
      espetó la madre, y él supo que ahí acababa el asunto, porque su madre sólo lo
      llamaba  por  el  nombre  y  el  apellido  cuando  había  tomado  una  decisión  y  no
      había vuelta atrás—. Ahora, cómete el pastel de pescado antes de que se enfríe.
        —Odio  el  pastel  de  pescado  —gruñó  Noah;  en  realidad  le  gustaba  cuando
      estaba bien hecho. (Por alguien que supiera cocinar, por ejemplo).
        —No, no es verdad —repuso ella—. Cuando salimos a cenar fuera siempre
      pides pastel de pescado.
        —No  odio  el  auténtico  pastel  de  pescado  —explicó  Noah,  revolviendo  la
      bazofia  rosácea  y  blancuzca  en  el  plato;  algunos  trozos  se  veían  tan  crudos  e
      incomibles que un veterinario experimentado habría podido devolverles la vida
      —. Pero esto, madre… Esto… la verdad…
        La  mujer  exhaló  un  suspiro.  Sabía  que  Noah  sólo  la  llamaba  « madre»
      cuando estaba seguro de algo y no había forma de convencerlo de lo contrario.
        —¿Qué tiene de malo? —preguntó al cabo de unos instantes.
        —Sabe a vómito —repuso el niño encogiéndose de hombros.
        —¡Noah! —exclamó el padre, dejando de enredar en su propio plato para
      mirar a su hijo—. Eso que has dicho es inaceptable.
        —Déjalo, tiene razón —intervino la madre con un suspiro y apartó el plato—.
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