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tar corno arrogante, al sugerir que él, y solo él, Galileo, traía a la
        Tierra el mensaje de los cielos.
            Galileo hizo llegar una copia a Kepler y este respondió dili-
        gentemente con una carta con sus comentarios. Pero los corrillos
        filosóficos de todo el mundo estaban pendientes de su reacción,
        así que la carta a Galileo se convirtió en libro,  un libro breve y
        delicioso al que Galileo nunca contestó. Esto fue una caracterís-
        tica constante en la relación entre estos dos grandes científicos
        cuyas vidas rondaron el año 1600. Kepler fue mucho más comuni-
        cativo, por no decir el único comunicativo. En honor a Galileo, sin
        embargo, hay que decir que aconsejó que se ofreciera a Kepler la
        cátedra vacante de Padua. Por otra parte, con más o menos pala-
        bras, hubo cierto mutuo respeto y podría pensarse que admira-
        ción. El uno, objetivo y orgulloso; el otro, visionario y dialogante.
        Pero ninguno de los dos, cada uno a su modo, fue modesto.
            El libro de Kepler tenía corno título Dissertatio cum nuncio
        sidereo,  del Matemático del César al Matemático Patavino.
            Algunos reprocharon a  Kepler que  en su escrito dedicaba
        unas lisor\jas excesivas a Galileo, al que se dirige corno el eximio,
        el más capaz de todos, habla de la rectitud de su juicio y de la su-
        tileza de su ingenio, etc. Pero en realidad el escrito es un lobo con
        piel de cordero. Su trato es cortés, pero su contenido es crítico,
        aduciendo que en muchas de las ideas de Galileo no se hacía jus-
        ticia a pensamientos anteriores y,  en particular, a los suyos pro-
        pios. Reclamaba incluso corno suyas algunas ideas que ya habían
        salido anteriormente de su pluma.
            Antes de que le llegara a Kepler el Sidereus nuncius,  por
        medio del embajador, el gran duque de Toscana, le había llegado
        la noticia de que Galileo había encontrado cuatro planetas nuevos
        y,  sin más información,  se devanó los sesos pensando si eran,
        corno la Luna de la Tierra, satélites de otro planeta, o si estaban
        entre las órbitas de Marte y Júpiter, o si rondaban en torno a al-
        guna de las estrellas fijas. El libro, ya en sus manos, precisaba que
        eran planetas joviales, los que hoy llamarnos los satélites galilea-
        nos de Júpiter. En la carta que acompañaba al libro, Galileo ani-
        maba a Kepler a comunicarle su opinión. Discutamos los aspectos
        astronómicos más relevantes que se tratan en este libro.






                                                         EL ASTROFISICO      91
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