Page 239 - El Misterio de Salem's Lot
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contexto  habitual  y  aceptable,  con  un  posible  brote  de  tifoidea  o  de  gripe,  por
           ejemplo, a estas alturas todo el pueblo estaría ya en cuarentena.
               —Lo dudo. No olvides que sólo una persona ha visto algo.

               —Hablas como si fuera el borracho del pueblo.
               —Si una historia así se conociera, lo crucificarían —objetó Jimmy.
               —¿Quién? No pensarás en Pauline Dickens, seguro, que ya está a punto de clavar

           amuletos central el mal de ojo en su puerta.
               —En la era del Watergate y de la carencia de petróleo, es una excepción —señaló
           Jimmy.

               El resto del camino lo hicieron sin hablar. La funeraria de Green estaba al norte
           de
               Cumberland, y había dos furgones aparcados al fondo, entre la puerta de atrás de

           la capilla y una cerca de madera. Jimmy apagó el motor y miró a Ben.
               —¿Dispuesto?

               —Sí.
               Los dos bajaron.



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               Durante toda la tarde, la rebelión había ido creciendo dentro de ella, hasta que
           finalmente estalló. Qué enfoque tan estúpido, dar tantos rodeos para demostrar algo
           que de todos modos no era (perdón, señor Burke) probablemente más que un montón

           de tonterías. Susan decidió ir a la casa de los Marsten, esa misma tarde.
               Bajó  por  las  escaleras  y  recogió  su  bolso.  Ann  Norton  estaba  haciendo  un
           bizcocho y su padre estaba en la sala, viendo el partido de béisbol.

               —¿Adonde vas? —le preguntó la señora Norton.
               —A dar una vuelta en coche.
               —Cenamos a las siete. Procura estar de vuelta a tiempo.

               —Vendré a las cinco.
               Susan salió y subió a su coche. Ella misma lo había pagado (casi, se corrigió; aún
           le faltaban seis plazos) con su propio trabajo, con su propio talento. Era un Vega que

           tenía ya dos años. Susan lo sacó del garaje marcha atrás y levantó una mano para
           saludar a su madre, que la miraba desde la ventana de la cocina. La ruptura seguía
           latente  entre  ellas;  no  se  mencionaba,  pero  tampoco  estaba  superada.  Las  otras

           rencillas, por ásperas que hubieran sido, terminaban por olvidarse; simplemente, la
           vida  seguía,  sepultando  las  heridas  bajo  su  vendaje  de  días,  que  no  volvía  a  ser
           arrancado hasta la disputa siguiente, cuando todos los viejos resentimientos y afrentas

           volvían a aflorar y eran tenidos en cuenta como los naipes en una mano. Pero esta vez




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