Page 241 - El Misterio de Salem's Lot
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sintió  un  estremecimiento.  En  ese  sombrío  tramo  de  la  carretera,  las  posibilidades
           nebulosas parecían más reales. La muchacha se preguntó, y no por primera vez, por
           qué  un  hombre  normal  habría  de  comprar  las  ruinas  de  la  casa  de  un  suicida,  y

           después mantener los postigos cerrados contra la luz del sol.
               El camino descendía abruptamente y con no menos brusquedad volvía a trepar
           por  el  flanco  occidental  de  la  colina  donde  estaba  situada  la  casa  de  los  Marsten.

           Susan podía distinguir, entre los árboles, el tejado.
               Aparcó  al  comienzo  de  una  senda  que  se  adentraba  en  el  bosque,  en  la
           hondonada, y bajó. Tras un momento de vacilación, tomó la estaca y se colgó del

           cuello el crucifijo. Seguía sintiéndose ridícula, pero sin duda se sentiría mucho más si
           se encontrara con alguien que la conociera y la viera andando a pie por el camino,
           llevando en la mano una estaca sacada de una cerca.

               «Hola, Suze, ¿adonde vas?» «Oh, hasta la vieja casa de los Marsten a matar un
           vampiro,  pero  tengo  que  darme  prisa  porque  en  casa  de  mis  padres  se  cena  a  las

           siete.»
               Susan decidió que iría a través del bosque.
               Pasó por encima de los restos de un muro de piedra que había junto a la cuneta,
           alegrándose  de  haberse  puesto  pantalones.  Muy  haute  contare  para  las  intrépidas

           cazadoras de vampiros. Antes del bosque propiamente dicho, el suelo estaba cubierto
           de malezas y árboles caídos.

               Bajo  los  pinos,  la  temperatura  descendía  varios  grados  y  estaba  más  oscuro
           todavía. El suelo aparecía cubierto por una alfombra de pinocha y el viento silbaba
           entre los árboles. En alguna parte, un animalillo hizo crujir los arbustos. De pronto,
           Susan se dio cuenta de que si iba hacia la izquierda, en menos de un kilómetro se

           hallaría en el cementerio de Harmony Hill, si tenía la agilidad suficiente para escalar
           el muro de atrás.

               Trabajosamente siguió subiendo la pendiente, procurando hacer el menor ruido
           posible. A medida que se acercaba a la cima de la colina empezó a divisar la casa a
           través de la cada vez más tenue pantalla de ramas; la parte visible era la fachada que
           miraba  hacia  el  lado  contrario  del  pueblo.  Susan  empezó  a  tener  un  miedo

           inmotivado,  similar  al  que  había  sentido  en  casa  de  Matt  Burke.  Estaba  bastante
           segura de que nadie podía oírla, y aún era pleno día, pero el miedo estaba ahí, con su

           peso opresivo y constante. Parecía que fluyera a su conciencia desde alguna parte del
           cerebro que por lo general se mantenía en silencio y que probablemente estuviera tan
           atrofiada  como  el  apéndice.  El  placer  que  suponía  la  belleza  del  paisaje  había

           desaparecido.  La  decisión  había  desaparecido.  Susan  se  encontró  pensando  en
           películas de terror, donde la heroína se aventura por las estrechas escaleras del ático
           para ver qué había asustado a la anciana señora Cobham, o desciende a algún oscuro

           sótano tapizado de telarañas donde las paredes son de piedra, húmeda y rugosa, como




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