Page 340 - El Misterio de Salem's Lot
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vacío. La puerta del ático estaba cerrada con llave, y la llave estaba en el cajón de
abajo de la cómoda, pero no importaba. Ya no tenían necesidad de llaves.
Como sombras, se deslizaron a través de la puerta.
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A las tres de la madrugada, la circulación de la sangre se enlentece y el sueño es
pesado. El alma duerme, en feliz ignorancia de la hora, o bien mira en torno de ella
con absoluta desesperación. No hay términos medios. A las tres de la mañana, a esa
vieja puta que es el mundo se le han descascarado los colores alegres, y se ve que le
falta la nariz y que tiene un ojo de cristal. La alegría se ahueca y se resquebraja, como
en el castillo de Poe, cercado por la Muerte Roja. El horror se diluye en el
aburrimiento. El amor es un sueño.
Parkins Gillespie se levantó del escritorio y fue a buscar la cafetera; tenía el
aspecto de un mono delgadísimo, que acabara de sufrir una enfermedad devastadora.
Tras él quedaban extendidos los naipes de un solitario. Parkins había oído varios
alaridos en la noche, el sonido palpitante de un claxon, y en una ocasión ruido de pies
que corrían. No se había asomado a investigar nada de eso. Su rostro enjuto y rígido
se veía acosado por las cosas que su intuición le decía que estaban pasando allí fuera.
Llevaba al cuello una cruz, una medalla de san Cristóbal y el signo de la paz. No
sabía exactamente por qué se los había puesto, pero de alguna manera consolaban.
Estaba pensando que si conseguía pasar esa noche, por la mañana se iría muy lejos,
dejando su placa en el estante, junto al llavero.
Mabel Werts estaba sentada a la mesa de la cocina; tenía delante una taza de café
frío, por primera vez en años había corrido las cortinas, y no había sacado del estuche
los binoculares. Por primera vez en sesenta años no quería ver ni oír nada. La noche
estaba llena de un chismorreo mortal que Mabel no quería escuchar.
Bill Norton iba camino del hospital de Cumberland, tras haber recibido una
llamada (que había sido hecha mientras su mujer aún vivía). Tenía una expresión
pétrea e inmóvil. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente bajo una lluvia que a
cada instante se hacía más intensa. Bill trataba de no pensar en nada.
En el pueblo también había personas que dormían o velaban, pero indemnes, la
mayoría personas solas, sin familiares ni amigos íntimos en el pueblo. Muchos de
ellos no se habían dado cuenta de que estuviera sucediendo nada.
Los que velaban, sin embargo, estaban con todas las luces encendidas, y
cualquiera que pasara por el pueblo (y eran muchos los coches que pasaban en
dirección a Portland o los pueblos del Sur) se extrañaría ante ese pueblecito, tan
semejante a los otros que aparecían en la carretera, con su extraño espectáculo de
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