Page 59 - El Misterio de Salem's Lot
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automóviles cuando se hartaba de ellos. Lo mejor eran los radiadores, pero un buen
           carburador podía venderse por siete dólares después de haberlo bañado en gasolina. Y
           otro tanto sucedía con las correas del ventilador, luces de cola, parabrisas, volantes y

           alfombrillas para el suelo.
               Sí,  el  vertedero  era  increíble.  Era  a  la  vez  Disneylandia  y  Shangri-La.  Pero  ni
           siquiera el dinero acumulado en la caja negra que guardaba bajo la mecedora era lo

           mejor.
               Lo mejor eran los ruegos... y las ratas.
               Los miércoles y domingos por la mañana, y los lunes y viernes por la noche, Dud

           pegaba fuego a parte de la basura. Las fogatas nocturnas eran las más bonitas. A Dud
           le encantaba el sombrío resplandor en que florecían las bolsas de plástico verde llenas
           de basura, los periódicos y las cajas. Pero los fuegos de la mañana eran mejores por

           las ratas.
               Ahora,  sentado  en  su  sillón  mientras  observaba  cómo  el  fuego  prendía  y

           empezaba a echar al aire su grasiento humo, negro, que ahuyentaba a las gaviotas,
           Dud sostuvo en la mano su pistola calibre 22 y esperó a que salieran las ratas.
               Cuando  salían,  lo  hacían  en  batallones.  Eran  grandes,  de  un  gris  sucio  y  ojos
           rosados. En su piel saltaban las pulgas y las gruesas colas se arrastraban tras ellas. A

           Dud le encantaba disparar contra las ratas.
               —Te has comprado una buena carga de cartuchos, Dud —solía decirle con voz

           pastosa  George  Middler,  en  la  ferretería,  mientras  colocaba  las  cajas  sobre  el
           mostrador—. ¿Los paga el municipio?
               Era un antiguo chiste. Años atrás, Dud había presentado una orden de compra de
           dos mil cartuchos Remington 22, de punta hueca, y Bill Norton le había mandado

           hoscamente a paseo.
               —Bueno,  tú  sabes  que  esto  no  es  más  que  un  servicio  público,  George  —

           contestaba Dud.
               Ésa. Esa rata grande y gorda que arrastraba una pata trasera era George Middler.
           En la boca tenía algo que parecía un trozo de hígado de pollo.
               —Ésta es para ti, George —dijo Dud, y apretó el gatillo.

               El estruendo de la 22 no era nada estrepitoso, pero la rata dio un par de tumbos y
           quedó  tendida,  estremeciéndose.  La  punta  hueca  era  el  secreto.  Algún  día  se

           compraría un calibre grande, una 45 o una Magnum 357, para ver qué les pasaba a las
           muy malditas.
               Y la que seguía era esa pequeña puta de Ruthie Crockett, la que iba a la escuela

           sin  sostén  y  le  gustaba  provocar  a  los  chicos  y  se  reía  por  lo  bajo  cuando  se
           encontraba con Dud por la calle. Bang. Adiós, Ruthie.
               Las ratas huían enloquecidas hacia el otro lado del vertedero, pero antes de que

           consiguieran  ponerse  a  salvo,  Dud  ya  había  matado  seis.  Buena  cosecha  para  la




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