Page 64 - El Misterio de Salem's Lot
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Tal como le había dicho a Straker, Larry estaba acostumbrado a jugar sin mostrar
las cartas, y era uno de los mejores jugadores de póquer del condado de Cumberland.
Y por más que exteriormente hubiera mantenido la calma, estaba ardiendo por dentro.
El trato que aquel chiflado le ofrecía era de esas cosas que se presentan una sola vez,
o nunca. Tal vez el jefe de ese tipo fuera uno de esos reclusos millonarios que...
—¿Señor Crockett? Estoy esperando.
—Yo también tengo mis condiciones.
—¿Ahh —Straker se mostró cortésmente interesado.
Larry sacudió la carpeta azul.
—Primero, haré que revisen estos papeles.
—Naturalmente.
—Segundo, si lo que usted pretende hacer es ilegal, yo no sé nada. Con eso
quiero decir...
Straker echó atrás la cabeza y soltó una risa extrañamente fría y falta de emoción.
—¿He dicho algo gracioso? —preguntó Larry.
—Oh... claro que no, señor Crockett. Perdone mi exabrupto. Su observación me
ha resultado divertida por razones particulares. ¿Qué iba usted a decir?
—Respecto a las reformas. No estoy dispuesto a colaborar en conseguirles nada
que me deje a mí con el trasero al aire. Si su proyecto es fabricar whisky clandestino,
LSD o explosivos para algún grupo hippie extremista, es cosa de ustedes.
—De acuerdo —asintió Straker. La sonrisa había desaparecido de su cara—.
¿Cerramos el trato?
Entonces, con una extraña sensación de renuencia, Larry respondió:
—Si los papeles están en orden, supongo que sí. Aunque me parece que el trato lo
cierra usted y la ganancia me la llevo yo,
—Hoy es lunes —dijo Straker—. ¿Le parece bien que pase el jueves por la tarde?
—Mejor el viernes.
—Está bien. —Se puso de pie—. Adiós, señor Crockett.
Los papeles estaban en orden. El abogado bostoniano de Larry dijo que la parcela
donde se edificaría el centro comercial de Portland había sido comprada por un
equipo de la empresa Continental, de tierras y bienes raíces, una compañía ficticia
con sede en el Chemical Bank Building de Nueva York. En las oficinas de la
Continental no había más que unos pocos armarios vacíos y un montón de polvo.
Straker regresó el viernes y Larry firmó los papeles necesarios; mientras lo hacía
sentía en el fondo del paladar un acre sabor de duda. Por primera vez había pasado
por alto su propia máxima personal: no cagar donde se come. Y por más que el
atractivo fuera importante, se dio cuenta, mientras Straker se guardaba en la cartera
los títulos de propiedad de la casa de los Marsten y la antigua lavandería, de que se
había puesto a merced de ese hombre y de su socio, el ausente señor Barlow.
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