Page 60 - El Misterio de Salem's Lot
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mañana. Y si se acercaba a mirarlas, vería que las pulgas se escapaban de los cuerpos
que iban enfriándose, como... como... bueno, como ratas que huyen de un barco que
se hunde.
El chiste le pareció apropiadamente divertido, y echó atrás la cabeza, se recostó
sobre su giba y rió con largas carcajadas mientras el fuego deslizaba por entre la
basura sus largos dedos anaranjados.
La vida era estupenda, vaya.
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12.00 h.
El silbato del ayuntamiento sonó durante doce segundos, anunciando la hora de la
comida en los tres colegios, al tiempo que saludaba la llegada de la tarde. Lawrence
Crockett, el segundo funcionario electivo de Solar, a la vez que propietario de la
Compañía de Seguros y Bienes Raíces Crockett, de Southern Maine, apartó el libro
que estaba leyendo, El sexo y los esclavos de Satán, y puso en hora su reloj,
guiándose por el silbato. Fue hasta la puerta y colgó del postigo el cartel de «Vuelvo a
la una». Su rutina era invariable. Iría a pie hasta el Café Excellent, comería dos
hamburguesas con queso y guarnición, tomaría una taza de café y se quedaría
mirándole las piernas a Pauline mientras fumaba un William Penn.
Comprobó el picaporte para asegurarse de que la cerradura no cedía y echó a
andar por Jointner Avenue. En la esquina se detuvo a mirar la casa de los Marsten, En
el camino de entrada había un coche. Apenas resultaba visible, un brillo titilante. Le
provocó una leve inquietud. Hacía algo más de un año que Larry Crockett había
vendido la casa de los Marsten y la difunta lavandería del pueblo. Había sido la
operación más extraña de su vida... y vaya si había hecho cosas extrañas en su vida.
El dueño de aquel coche sería, probablemente, un hombre de apellido Straker. R. T.
Straker. Y esa misma mañana Larry había recibido por correo algo de ese Straker.
El tipo en cuestión había llegado a la oficina de Crockett una soleada tarde de
julio, hacía poco más de un año. Se bajó del coche y tras una breve vacilación en la
acera se decidió a entrar; era un hombre alto, vestido con un sobrio traje con chaleco,
pese al calor sofocante. Era tan calvo como una bola de billar, y sudaba. Las cejas
eran una línea negra y recta, bajo la cual las órbitas de sus ojos parecían oscuros
agujeros practicados con un taladro en la angulosa superficie de la cara. En una mano
llevaba un maletín negro. Larry estaba solo en su oficina cuando entró Straker. Su
secretaria de la mañana, una muchacha de Falmouth con los senos más deliciosos que
jamás había visto, trabajaba por las tardes con un abogado de Gates Falls.
El hombre calvo se sentó en un asiento, puso la cartera sobre sus rodillas y miró
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