Page 70 - El Misterio de Salem's Lot
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los  cincuenta  seguía  manteniéndose  en  buena  forma  física.  Próximo  a  terminar  el
           instituto,  lo  había  abandonado,  con  autorización  de  su  padre,  para  ingresar  en  el
           ejército,  y  a  partir  de  entonces  había  ascendido  trabajosamente  hasta  alcanzar  su

           diploma  a  los  veinticuatro  años,  mediante  un  examen  de  reválida  al  que  decidió
           presentarse en el último momento. No era un antiintelectual, como suele suceder con
           algunos obreros cuando, ya sea por obra del destino o de su propia actitud, se ven

           privados del nivel de aprendizaje que habrían sido capaces de asimilar, pero no podía
           soportar a esos «abortos del arte», como llamaba a algunos de los muchachos de pelo
           largo y ojos de gacela que Susan solía llevar a casa. No era que le importara cómo

           llevaban el pelo o se vestían. Lo que le fastidiaba era que ninguno daba impresión de
           seriedad. Bill no compartía la inclinación de su mujer por Floyd Tibbits, el muchacho
           con quien Susan había salido más a menudo desde que terminara sus estudios, pero

           tampoco le disgustaba. Floyd tenía un trabajo bastante bueno en Falmouth Grant's,
           como ejecutivo, y Bill Norton le consideraba hombre relativamente serio. Además,

           era del pueblo, pero también, en cierto modo, lo era el tal Mears.
               —Hazme el favor de dejarle tranquilo con esa manía de los abortos del arte —
           dijo Susan, mientras se levantaba al oír sonar el timbre de la puerta. Se había puesto
           un ligero vestido verde de verano y llevaba el pelo peinado con sencillez, recogido

           hacia atrás.
               Bill rió.

               —Tengo que decir las cosas como las veo, querida Susie. Pero no te molestaré...
           nunca lo hago, por lo demás, ¿no es cierto?
               Con una sonrisa nerviosa, Susan fue a abrir la puerta.
               El hombre que entró era delgado y de aspecto ágil, bellos rasgos y una espesa,

           casi grasienta, mata de pelo negro que, pese a ello, parecía recién lavado. Su manera
           de vestir impresionó favorablemente a Bill: vaqueros azules impecables y una camisa

           blanca arremangada hasta los codos.
               —Ben, te presento a mis padres, Bill y Ann Norton. Ma, papá, Ben Mears.
               —Hola. Encantado de conocerles.
               Sonrió con cierta reserva a la señora Norton, y ella le saludó:

               —Hola,  señor  Mears.  Es  la  primera  vez  que  vemos  de  cerca  a  un  verdadero
           escritor. Susan estaba muy emocionada.

               —No se preocupe; yo no cito mis propias obras. —Ben volvió a sonreír.
               —Hola—dijo Bill.
               Se levantó de su silla. No en vano había llegado desde los muelles de Portland al

           cargo sindical que ocupaba; su apretón de manos era fuerte y recio. Pero la mano de
           Mears no se retrajo ni se convirtió en gelatina como la de esos abonos del arte, y Bill
           se sintió satisfecho. Decidió hacerle pasar la segunda prueba y preguntó:

               —¿Le apetece una cerveza?




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