Page 33 - Las ciudades de los muertos
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—Señor Carter —la voz de Birgit parecía fatigada.
               —¿Sí?
               —No me parece usted el tipo de hombre que cree en el alma de las personas. ¿De

           verdad piensa así?
               Me sorprendí ante la rudeza de la pregunta y opté por actuar como un musulmán.
               —Pronto llegaremos a la ciudad. ¿Está usted bien?

               —Me duele la espalda. La primera vez que la cogimos parecía mucho más ligera.
               —Ya debe de faltar muy poco.
               Vi como afianzaba la mano que sostenía la momia.

               —¿Cree, entonces?
               Birgit es también como una musulmana, pero sólo por su insistencia.
               —Mira, ya distingo las luces de los alminares. Ya casi llegamos.

               Al  poco  rato,  estábamos  de  vuelta  en  el  Winter  Palace  y,  para  mi  sorpresa,
           encontramos  a  Dukh,  que  nos  estaba  esperando  allí,  junto  al  porche.  Recibí  mis

           honorarios, nos despedimos y se acabó el asunto.




           Esta mañana me acerqué a la ciudad para gastarme algunas de las libras que me había

           dado el barón Lees-Gottorp. Había muy poca gente, el aire era todavía frío, y una
           espesa niebla, de las que no había vuelto a ver desde que dejé Londres, se cernía
           sobre Luxor. Sólo unos cuantos mercaderes habían abierto sus tiendas hoy y la única

           conversación que podía escucharse en la ciudad entera era sobre el tiempo.
               En  primer  lugar,  me  acerqué  al  sastre  para  encargar  unas  camisas  nuevas.
           Mientras me tomaban las medidas, se produjo una gran conmoción en el Zoco, no

           demasiado lejos de la tienda. Nos acercamos a la puerta para ver qué ocurría. Un
           enorme  gentío  se  apiñaba  cerca  de  la  tienda  y,  a  juzgar  por  lo  que  se  veía  y  oía,
           parecían bastante enfadados. En el centro de la muchedumbre había dos monjas: una

           de  ellas  era  la  que  me  había  encontrado  pocos  días  antes  en  el  Valle,  la  hermana
           Marcelina. Su compañera era más alta y, gracias a Dios, menos obesa. Fuera cual
           fuera la ofensa que habían cometido, parecía no importarles y discutían con todos los

           egipcios que les hacían frente. Sin embargo, al final las cosas parecieron calmarse y
           la gente se fue dispersando poco a poco.
               Salid, mi sastre, parecía mucho más excitado por el incidente de lo que yo hubiera

           podido imaginar.
               —Proceden del delta. Deberían quedarse en su tierra —se quejó—. Pero vienen y
           fundan sus misiones en el Alto Egipto. Son brujas. Probablemente sean las causantes

           de esta locura de tiempo.
               —¿Del delta? ¿De qué parte del delta?
               —Del delta —Salid es un perfecto musulmán—. Cada vez que visitan Luxor nos

           crean problemas. Ahora tienen un lugar en Esna y vienen aquí.


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