Page 37 - Las ciudades de los muertos
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               —¿Habla usted inglés?

               Esta es siempre la primera pregunta de un americano. Nunca empiezan con un:
           «¿Qué tal?», ni siquiera con un: «¿Cómo se llama?». Es como si no tuvieran tiempo
           de  ser  educados  o  como  si  se  creyesen  demasiado  importantes  para  ese  tipo  de

           preámbulos. Sin embargo, yo, que había tenido clientes harto generosos durante las
           últimas semanas, no estaba de humor para que me molestaran los americanos.
               Y bajo ningún concepto, lo que no quería era que nadie interrumpiese mi siesta.

           El Valle gozaba de una calma poco habitual hoy, sin brisa ni turistas escandalosos,
           mientras yo disfrutaba de un buen sueño en una tumba.
               —Buenos días, ¿habla usted inglés?

               Alcé ligeramente el ala de mi sombrero para echar una ojeada a tan inoportuno
           visitante:  un  hombre  joven,  de  unos  veinticinco  años,  con  unos  penetrantes  ojos

           verdes,  la  piel  muy  pálida  y  pecosa  y  un  sorprendente  cabello  rojizo.  Si  hubiese
           tenido  los  huesos  de  las  mejillas  más  subidos,  podría  haber  pasado  por  atractivo,
           dentro de lo atractivos que pueden llegar a ser los pelirrojos.
               —¿Habla usted inglés? —repitió por tercera vez.

               Por alguna extraña razón, la profundidad de sus ojos verdes y su zafia sonrisa me
           desarmaron, y me encontré devolviéndole la sonrisa, a pesar de mi enojo. Me recosté

           sobre un codo.
               —Soy inglés.
               —¡Bien!  ¡Estupendo!  —exclamó  al  tiempo  que  me  tendía  una  mano  para
           ayudarme a incorporarme—. Usted es el señor Carter, ¿verdad?

               Me sacudí el polvo que llevaba pegado a la ropa.
               —En efecto. ¿Y usted…?

               —Me alegro de encontrarlo, por fin. Lo he buscado por una docena de tumbas.
               —Encantado de estar a su servicio, ¿señor…?
               —Me dijeron que es usted el mejor guía de Luxor.
               Dejé de sonreír.

               —Así es, ¿señor…?
               —Incluso  el  señor  Maspero,  en  El  Cairo,  mientras  se  atusaba  su  pequeño  y

           curioso bigote y pasaba un brazo sobre mis hombros, me dijo: «Si nesesita usted un
           guía o un consejo sobge antigüedades mientgas está en Luxog, tiene que buscag a
           monsieur Owagd Cagteg…»

               Volví a sonreír sin proponérmelo. Fuera quien fuese aquel americano anónimo,
           tenía una mímica muy expresiva. Su imitación de Monsieur le Directeur había sido
           perfecta.

               —Un gesto muy amable por parte de mi antiguo amigo. ¿Y cómo puedo ayudarlo




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