Page 41 - Las ciudades de los muertos
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—Sí, encantado. La comida del Winter Palace es siempre deliciosa.
               —¿Quedamos sobre las ocho de la tarde?
               —De acuerdo, señor Larrimer.





           Llegué al Winter Palace a las ocho en punto y, al entrar en el vestíbulo, el aroma de
           su famoso rosbif me envolvió. Se me iba haciendo la boca agua a medida que me

           acercaba al mostrador. Sin embargo, el recepcionista me indicó que no había ningún
           Larrimer inscrito allí. Le pedí que volviera a revisar el registro, pero no, no había

           ningún Henry Larrimer. En el preciso momento en que salía, pensando en qué tipo de
           broma  pesada  había  pretendido  gastarme,  y  terriblemente  hambriento  por  los
           deliciosos aromas que impregnaban el aire, vislumbré a Larrimer, que se acercaba

           corriendo por la calle Bahr.
               —¡Señor Carter! ¡Señor Carter!
               Me acerqué para saludarlo.

               —Buenas  tardes,  señor.  Empezaba  a  temer  que  hubiera  habido  algún  tipo  de
           confusión.
               —Lo hubo —estaba sin aliento de tanto correr—. Me olvidé de indicarle dónde

           me alojaba. Si seré estúpido… Lo siento muchísimo. Se me acaba de ocurrir ahora
           mismo que usted tal vez diese por supuesto que estaba inscrito aquí.
               En la luz tenue del sol crepuscular, los cabellos de Larrimer brillaban como el

           cobre y sus ojos eran verdes como los campos que rodean Luxor. La pálida luz que
           aquella tarde había en la tumba no le había rendido justicia. Henry Larrimer era un
           joven llamativo; aunque se supone que todos los americanos son atractivos.

               —¿Se aloja en uno de esos hoteles más pequeños?
               —No —parecía haber recobrado el aliento—. El señor Maspero me recomendó
           una modesta casa de huéspedes.

               Aquello me sorprendió y agradó a la vez.
               —¿En cuál?
               —La regenta una viuda llamada Nora Ali.

               —Entonces somos vecinos. Esa casa está justo al lado del hostal donde me alojo
           yo.
               Se echó a reír.

               —¡Ojalá lo hubiera sabido! ¿Hay algún buen restaurante por aquí cerca?
               Me despedí mentalmente de mi cena de rosbif.
               —El de Raki, ese de ahí, junto al río, es el mejor de la ciudad.

               —¿Vamos?
               Nos sentaron demasiado cerca de los músicos para mi gusto, pero es que el local
           estaba abarrotado. Al entrar, pasamos a ser por unos instantes el centro de atención,

           sobre  todo  Larrimer.  La  gente  se  quedaba  mirando  el  cabello  rojizo  de  mi


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