Page 197 - La máquina diferencial
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Vamos a echarle un vistazo a tu polla. —Hetty la agarró sin más, retiró la piel y la
           examinó, luego la mojó un poco en la jofaina—. No estás enfermo, cariño; no te pasa
           nada, es magnífica. ¿Por qué no me follas sin esa asquerosa piel de salchicha y te

           ahorras nueve peniques?
               —Nueve peniques no es mucho —dijo Mallory. Se puso otra funda francesa y
           luego  la  montó.  La  penetró  desnudo,  sudando  como  un  herrero.  Ambos  estaban

           sudorosos y apestaban a mal champán, pero la piel pegajosa de las grandes tetas de
           Hetty resultaba bastante fresca contra su pecho desnudo. La chica galopaba bajo él
           con los ojos cerrados, mientras enseñaba la lengua por la comisura de la boca torcida.

           Después le puso los talones con fuerza sobre las nalgas. Al fin Mallory se vertió,
           gruñendo entre dientes apretados al sentir la oleada ardiente que pasaba a través de su
           verga. Le zumbaban los oídos.

               —Eres un diablo salido, mi Ned, ¿que no?
               —El cuello y los hombros de Hetty estaban cubiertos por un sarpullido provocado

           por el calor.
               —Tú también —jadeó Mallory.
               —Lo soy, cariño, y me gusta hacerlo con un hombre que sabe tratar a una chica.
           Vamos a tomar un poco de cerveza embotellada. Es más refrescante que el champán.

               —De acuerdo, bien.
               —Y unos papirosi. ¿Te gustan los papirosi?

               —¿Y qué son, exactamente?
               —Cigarrillos turcos, de Crimea. Son lo último desde la guerra.
               —¿Fumas tabaco? —preguntó Mallory sorprendido.
               —Lo  aprendí  de  Gabrielle  —dijo  Hetty  mientras  se  bajaba  de  la  cama—.

           Gabrielle vivió aquí después de que se fuera Sybil. Era una franchute de Marsella.
           Pero el mes pasado se fue en barco al México francés con uno de los soldados de su

           embajada. Se casó con él, una chica con suerte. —Hetty se envolvió en una bata de
           noche de seda amarilla. Bajo la luz del farol parecía una prenda bonita, a pesar de los
           dobladillos deshilachados—. Era muy dulce. Donnez-moi cuatro chelines, querido.
           No, cinco.

               —¿Puedes  cambiar  un  billete  de  una  libra?  —preguntó  Mallory.  Hetty  le  dio
           quince chelines con una mirada amarga y luego se desvaneció en el salón.

               Se ausentó durante un buen rato para charlar con la señora del casero, al parecer.
           Mallory  se  quedó  echado  y  tranquilo  en  la  cama,  escuchando  los  ecos  extraños  y
           remotos de la gran metrópolis: el sonido de las campanas, gritos lejanos y agudos,

           estallidos que podrían ser disparos. Estaba borracho como una cuba, al parecer, y la
           cuba se sentía mejor que nunca. Volvería a sentir el peso en el corazón muy pronto,
           sin  duda  redoblado  por  el  pecado,  pero  por  el  momento  el  placer  carnal  lo  había

           animado y se sentía libre y ligero como una pluma.




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