Page 200 - La máquina diferencial
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silencio  la  verga  y  la  trabajó  de  atrás  adelante  con  gesto  alentador,  mientras  él  le
           limpiaba las piernas.
               Mallory se puso otra funda con manos un poco torpes y a punto estuvo de perder

           la erección. Para alivio suyo consiguió penetrarla, y pronto recobró la dureza dentro
           de su piel agradecida. Empezó a empujar con fuerza, cansado y borracho; le dolían
           los brazos, las muñecas y la espalda y sentía un extraño escozor doloroso en la base

           de la verga. Sentía el glande bastante irritado, casi dolorido dentro de su armadura de
           tripa  de  oveja,  y  verterse  parecía  tan  difícil  y  complicado  como  sacar  un  clavo
           oxidado. Los muelles de la cama crujían de tal modo que recordaban a un campo de

           grillos  de  metal.  A  medio  camino,  Mallory  se  sentía  como  si  hubiera  corrido
           kilómetros enteros, y Hetty, cuyo cigarrillo muerto había quemado la cómoda, parecía
           hechizada, o quizá solo aturdida o borracha. Por un momento Mallory se preguntó si

           no debería parar, dejarlo, decirle de algún modo que no estaba funcionando, pero ni
           siquiera  era  capaz  de  encontrar  las  palabras  que  pudieran  dar  una  explicación

           satisfactoria de la situación, así que siguió moviéndose. Su mente empezó a divagar,
           pensó en otra mujer, una prima suya, una chica pelirroja a la que había visto mientras
           le echaban un polvo detrás de unos setos, en Sussex, cuando siendo un muchacho se
           había subido a un árbol para buscar nidos de cuco. La prima pelirroja se había casado

           con  aquel  hombre  y  ahora  tenía  cuarenta  años  e  hijos  crecidos,  una  mujercita
           redondita y correcta con su gorrito igual de redondito y correcto, pero Mallory nunca

           se encontraba con ella sin recordar la torturada expresión de placer en su cara pecosa.
           Se aferró ahora a esa imagen secreta como un galeote a su remo, y se fue abriendo
           camino con obstinación hasta el clímax. Por fin tuvo en las ingles esa sensación de
           fusión que al alcanzar la cima le decía que pronto se vertería, que nada lo contendría

           ya,  y  continuó  empujando  con  desesperación  renovada,  jadeando  con  fuerza.  Al
           verterse, el agónico frenesí subió como un cohete por su espalda dolorida, una oleada

           de  placer  espeluznante  que  le  recorrió  los  brazos,  las  piernas,  hasta  las  plantas
           desnudas  de  los  pies  atormentados  por  los  calambres,  y  gritó,  un  rugido  animal,
           estruendoso y extático que lo sorprendió incluso a él.
               —Señor... —comentó Hetty.

               Mallory se derrumbó a su lado y yació resoplando como un cetáceo varado bajo
           el aire fétido. Tenía la sensación de que sus músculos eran de goma y de que ya casi

           había sudado todo el güisqui con tanto esfuerzo. Se sentía maravillosamente. Incluso
           dispuesto a morir. Si hubiera llegado el ojeador y le hubiera disparado allí mismo,
           quizá lo habría agradecido; habría agradecido la oportunidad de no regresar nunca de

           aquella meseta de sensualidad, la oportunidad de no volver a ser Edward Mallory,
           sino solo una criatura espléndida que se ahogaba en un coño y en rosas de té.
               Pero pasado un momento aquella sensación desapareció y volvió a ser Mallory.

           Demasiado atontado para sutilezas como la culpa o el arrepentimiento, estaba listo




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