Page 203 - La máquina diferencial
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—Bueno, está bien, cinco chelines, si no terminas dentro. Pero tienes que
prometérmelo, y hablo en serio. Las implicaciones de esa propuesta provocaron en
Mallory un exquisito estremecimiento de asco.
—No, esas cosas no me hacen mucha gracia. Empezó a vestirse.
—Entonces, ¿volverás otra vez? ¿Cuándo vendrás a verme?
—Pronto. La chica suspiró, sabía que le estaba mintiendo.
—Vete entonces, si no te queda más remedio. Pero escucha, Neddie: sé que te
gusto. Y no me acuerdo muy bien de todo tu nombre, pero sé que he visto tu retrato
en los periódicos. Eres un intelectual famoso y tienes un montón de pasta. Tengo
razón en eso, ¿a que sí?
Mallory no dijo nada.
Ella se apresuró a continuar.
—Un tipo como tú puede meterse en muchos problemas con la clase equivocada
de chica londinense. Pero con Hetty Edwardes no puedes estar más seguro, porque yo
solo voy con caballeros y soy muy discreta.
—Estoy seguro de ello —respondió Mallory mientras se vestía a toda prisa. —
Bailo los martes y los jueves en el teatro Pantascópico, en Haymarket.
¿Vendrás a verme?
—Si estoy en Londres.
Y con eso la dejó y salió a tientas de aquel sitio. Cuando se dirigía a toda prisa
hacia las escaleras se hizo un buen arañazo en la pantorrilla con el pedal de una
bicicleta encadenada.
El cielo que pendía sobre el Hart no se parecía a nada que Mallory hubiera visto
jamás, y sin embargo lo conocía. Había visto un cielo así en su imaginación, una
cúpula encapotada repleta de porquería explosiva, inundada de un polvo que todo lo
borraba; un cielo que era heraldo de la catástrofe.
Por el contorno apagado del sol que se alzaba ya en el cielo calculó que serían
cerca de las ocho. Había llegado el alba, pero este no había traído consigo el día.
Estaba convencido de que los leviatanes terrestres habían visto ese mismo cielo
después del impacto del gran cometa que había sacudido la Tierra. Para aquellos
rebaños escamosos, que recorrían sin descanso las antiguas junglas impulsados por
un hambre atroz que los atormentaba, aquel había sido el cielo del armagedón. Las
tormentas cataclísmicas castigaron entonces la Tierra cretácea con inmensos
incendios, y el polvo del cometa se dispersó por la atmósfera hasta marchitar primero
y aniquilar después el follaje debilitado. Los poderosos dinosaurios, adaptados como
estaban a un mundo que había dejado de existir, se extinguieron en masa, y las
caprichosas máquinas de la evolución quedaron libres para repoblar la Tierra herida
con nuevos y extraños órdenes.
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