Page 208 - La máquina diferencial
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reloj y cartera. Un grupo de al menos doce personas contemplaba el espectáculo con
           bien poco interés.
               Aquellos  londinenses  eran  como  un  gas,  pensó  Mallory,  como  una  nube  de

           átomos diminutos. Rotos los vínculos sociales, se habían limitado a separarse como
           las esferas gaseosas perfectamente elásticas postuladas por las leyes de Boyle. Por sus
           ropas, en su mayoría parecían personas bastante respetables, pero ahora se limitaban

           a mostrarse temerarios, desposeídos por un caos que los había sumido en el vacío
           moral.  La  mayor  parte,  pensó  Mallory,  jamás  había  visto  nada  ni  remotamente
           parecido.  Carecían  de  valores  adecuados  para  juzgar  o  comparar.  Se  habían

           convertido en títeres de sus más básicos impulsos.
               Al  igual  que  los  miembros  de  la  tribu  cheyene  de  Wyoming  que  bailaban
           dominados por el demonio del alcohol, los buenos ciudadanos del Londres civilizado

           se habían rendido a la locura primitiva. Y por su evidente expresión de dicha, Mallory
           se dio cuenta de que lo disfrutaban. De que lo disfrutaban muchísimo. Era para ellos

           un arrebato, una libertad perversa, más perfecta y deseable que cualquier otra que
           hubieran conocido jamás.
               En  el  límite  de  la  multitud,  alguien  acababa  de  pegar  una  línea  de  estridentes
           octavillas en el otrora sacrosanto muro de ladrillo de Paternoster Row. Eran anuncios

           del tipo más lamentable y ubicuo, de esos que lo perseguían a uno por todo Londres:
           «Píldoras  magnéticas  para  la  cabeza  del  profesor  Renbourne»;  «Migas  de  bacalao

           Beardsley»; «Tartarlitina de McKesson & Robbins»; «Jabón dentífrico de árnica»... Y
           algunas octavillas teatrales: «Madame Scapiglioni en el Saville House de Leicester
           Square»,  una  «Sinfonía  de  panmelodio  en  Vauxhall»...  Acontecimientos,  pensó
           Mallory, que con toda seguridad nunca se llevarían a cabo, y cuyas hojas sin duda se

           habían  colocado  a  toda  prisa  y  con  descuido,  porque  habían  dejado  el  papel  muy
           arrugado.  La  cola  fresca  chorreaba  bajo  la  propaganda  hasta  formar  riachuelos  de

           limo  blanco,  una  visión  que  perturbó  a  Mallory  de  un  modo  que  no  fue  capaz  de
           definir.
               Pero  pegado  entre  estas  octavillas  mundanas,  como  si  aquel  fuera  su  sitio  por
           derecho, había un gran tabloide de tres páginas, un objeto del tamaño de una manta

           para caballos, impreso por máquinas y arrugado debido a la colocación apresurada.
           De hecho, hasta la tinta parecía húmeda todavía.

               Una locura.
               Mallory  se  detuvo  en  seco  ante  él,  apabullado  por  sus  imágenes  toscas  y
           estrafalarias. Estaba elaborado en tres colores: escarlata, negro y un horrendo rosa

           grisáceo que parecía un revuelto de los otros dos.
               Una mujer de color escarlata y con los ojos vendados (¿una diosa de la justicia?),
           ataviada  con  una  borrosa  toga  también  escarlata,  empuñaba  una  espada  escarlata

           llamada «Ludd» sobre la cabeza rosa grisáceo de dos figuras pintadas de forma bien




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