Page 211 - La máquina diferencial
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objeto traicionero con el brazo extendido y continuó su huida.
Al final se detuvo, asaltado por un fuerte acceso de tos. A su espalda, apagados
por la turbia oscuridad de la niebla, se oían disparos sueltos y gritos bestiales de
rabia, abandono, alegría.
—Cristo bendito —murmuró Mallory mientras examinaba el mecanismo. Aquel
endiablado objeto se había amartillado automáticamente: había canalizado parte del
estallido de pólvora hacia el pistón que se encontraba bajo el cañón, lo que volvía a
apoyar el cilindro acanalado en un trinquete inmóvil, con lo cual el siguiente cartucho
giraba hasta colocarse en su sitio y el percutor se volvía a levantar. Mallory apoyó los
dos pulgares contra el percutor y manipuló el gatillo con cuidado, hasta que fue capaz
de desarmar el mecanismo. Luego devolvió la pistola a la cinturilla.
Todavía no había dejado atrás la franja de octavillas, que seguían extendiéndose
ante sus ojos al parecer en número interminable, pegadas unas tras otras hasta formar
una línea irregular. Mallory las siguió por una calle que ahora parecía vacía. De algún
lugar lejano le llegaba el ruido de cristales rotos y risotadas juveniles.
«Se hacen llaves secretas, baratas», rezaba una de las octavillas. «Bonitos
impermeables para la India y las colonias». «Se necesitan aprendices de química y
farmacia».
Algo más adelante oyó el suave traqueteo de unos cascos lentos, el chirrido de un
eje. Surgió entonces de la bruma el carromato del pegacarteles. Era un coche alto y
negro, en cuyos inmensos laterales se habían montado grandes y llamativos carteles.
Un tipo enmascarado, vestido con una gabardina gris abierta, apretaba un cartel
encolado contra la pared. El muro estaba protegido por una alta verja de hierro
situada a metro y medio de la fachada, pero eso no representaba ningún problema
para el pegacarteles, que disponía de un mecanismo rodante especial instalado sobre
una suerte de palo largo de escoba.
Mallory se aproximó un poco para mirar. El pegacarteles no levantó la mirada,
había llegado a un momento crucial de su trabajo. Al cartel en sí, que iba bien
envuelto en un rodillo de goma negra, se le apretaba y hacía rodar, de abajo arriba,
contra la pared. En ese mismo instante, el hombre apretaba con dedos hábiles un
pistón de mano en el mango del mecanismo y disparaba un chorro de pasta grumosa
desde unas espitas gemelas sujetas a los extremos del rodillo. Otra pasada hacia abajo
para completar el encolado, y el trabajo había terminado.
Mallory se acercó un poco más y examinó el cartel, que ensalzaba y mostraba con
un grabado mecánico los efectos embellecedores del jabón para tez clara de Colgate.
El pegacarteles y su carromato continuaron su camino. Mallory lo siguió. El
hombre reparó en la atención que le dispensaban y pareció molestarse un poco,
porque murmuró algo al conductor y el carromato aceleró y le ganó un buen trecho.
Mallory lo siguió con discreción. El carromato se detuvo entonces en una esquina
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