Page 207 - La máquina diferencial
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El tintineo rítmico de una alarma resonó tras él, entre la niebla. Se hizo a un lado
           y  vio  pasar  un  faetón  de  bomberos  con  los  rojos  laterales  maltratados  y  llenos  de
           muescas. La chusma londinense había atacado con ferocidad a los bomberos, a los

           únicos  hombres  y  máquinas  que  se  interponían  entre  la  ciudad  y  un  horripilante
           incendio.  Aquello  le  pareció  el  colmo  de  la  estupidez  y  la  perversidad,  pero  por
           alguna razón no terminó de sorprenderle. Los hombres exhaustos se aferraban a los

           estribos  del  faetón.  Lucían  unas  extrañas  máscaras  de  goma  con  relucientes
           protectores oculares y tubos con forma de acordeón para respirar. Deseó con todas
           sus fuerzas disponer de una máscara así, porque los ojos se le nublaban de forma tan

           dolorosa que debía llevarlos constantemente entrecerrados.
               Aldgate dio paso a Fenchurch, luego a Lombard y a Poultry Street, pero todavía
           se  encontraba  a  kilómetros  de  su  objetivo,  si  se  podía  llamar  así  al  palacio  de

           Paleontología. La cabeza le martilleaba y se sentía nadar entre los posos plomizos del
           güisqui  barato  y  el  aire  irrespirable.  Parecía  estar  más  cerca  del  Támesis,  del  que

           ascendía una mancha húmeda y viscosa que lo ponía enfermo.
               En  Cheapside  habían  volcado  un  ómnibus  y  le  habían  prendido  fuego  con  los
           carbones de su propia caldera. Todas las ventanas del vehículo habían estallado, y de
           él no quedaba más que una cáscara carbonizada. Mallory deseó fervientemente que

           no  hubiera  muerto  nadie.  Los  restos  humeantes  hedían  demasiado  como  para
           acercarse siquiera a mirar.

               Había  gente  en  el  camposanto  de  San  Pablo.  El  aire  parecía  allí  un  tanto  más
           limpio. Se veía la cúpula, y entre los árboles del cementerio se había reunido una
           multitud de hombres y muchachos. Le resultaba inexplicable, pero aparentaban estar
           muy  animados.  Observó  asombrado  que  estaban  jugando  a  los  dados  con  todo

           descaro en los mismísimos escalones de la obra maestra de Wren.
               Un  poco  más  adelante,  el  propio  Cheapside  estaba  bloqueado  por  grupos

           dispersos de jugadores tan impacientes como resueltos. La acera se había llenado de
           corros  de  granujas,  de  hombres  arrodillados  para  proteger  sus  crecientes  apuestas.
           Los cabecillas del cotarro, chulos que parecían tallados de una sola pieza a partir del
           hedor coagulado de Londres, gritaban con voz ronca, como los charlatanes de feria, al

           paso de Mallory.
               —¡Un chelín para abrir! ¿Quién tira? ¿Quién va a tirar, muchachos? De los corros

           dispersos llegaban gritos de triunfo y gruñidos coléricos ahogados por las máscaras.
               Por cada hombre que apostaba con valentía había tres tímidos que se limitaban a
           mirar. Se trataba de una atracción de carnaval, al parecer; un carnaval pestilente y

           delictivo, pero una típica diversión londinense, al fin y al cabo. No había policía a la
           vista,  ni  autoridad,  ni  decencia.  Mallory  rodeó  con  cautela  la  entusiasmada
           muchedumbre, con una mano precavida en la culata de la pistola del marinero. En un

           callejón, dos hombres enmascarados pateaban a un tercero al que luego despojaron de




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